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Magistrocracia

César Manzanos

Doctor en Sociología, Master Internacional en Sociología del Derecho

Resulta muy difícil entender en determinadas culturas políticas que cuando se produce un cambio de gobierno, tras unas elecciones, como el nuevo candidato que puede ser del partido opositor, no toma las riendas del nuevo ejecutivo hasta un largo tiempo después, dedicándose el derrotado durante ese periodo transitorio a reforzar las políticas legislativas y económicas que fue impulsando a lo largo de su mandato. El objetivo es reproducir su capacidad de gobierno estando en la oposición, tras crear las condiciones que garanticen la continuidad de sus políticas durante el nuevo mandato, y contribuir así a la futura ingobernabilidad que hará que el nuevo gobierno tenga que dedicar más tiempo a desatar entuertos que a implementar sus propuestas programáticas.

Esto es lo que está ocurriendo actualmente con el poder judicial en nuestro caso. El anterior gobierno reformó, entre otras leyes, el Código Penal y las leyes penitenciarias, instaló en los órganos judiciales y administrativos más decisivos a sus afines ideológicos y, ahora, éstos toman decisiones contra la política del poder ejecutivo legítimo en un contexto de extrema polarización en el poder legislativo.

Estas decisiones serían aplaudidas si fueran independientes, pero el secuestro al que se ve sometido el poder judicial por parte de quienes decidieron instalar a los jueces y magistrados en sus órganos máximos y en las jurisdicciones especiales impiden cambiar la política antigarantista e impulsan una cultura jurídica ultraconservadora que se fundamenta en la apuesta por la penalización y la venganza infinita como fundamento de las políticas de estado, cuestión que afecta tanto al debilitado gobierno como a los sectores ultraderechistas que gobiernan desde la oposición.

Esto no deja de ser un uso bélico del Estado de Derecho, y exige investigar a fondo con el único fin de democratizar la justicia, el talante e interpretación subjetiva y politizada de la legislación que pudieran realizar algunos jueces y magistrados y su posible actuación más allá del estricto respeto al derecho positivo.

No nos olvidemos de que las relaciones de poder y la guerra están en la base de toda relación política y jurídica, y ésta altera la propia concepción de la realidad y del derecho. La guerra no es la continuación de la política por otros medios, tal y como apuntaban las tesis de Clausewitz, sino que el derecho, las leyes y la política son la continuación de la guerra por otros medios. Esto supone hacer una relectura de la historia y de la filosofía política idealista de la modernidad, puesto que el sistema político-jurídico moderno, el estado moderno, es el producto del mantenimiento y reproducción de las conquistas que los triunfadores realizaron en las guerras libradas en las diversas esferas de poder étnico, nacional y económico que son el origen de la modernidad. Desde este supuesto, el derecho y la política son la continuación de la guerra por otros medios. Tal y como expresó Foucault M., retomando la reflexión de otros autores (Genealogía del racismo. De la guerra de las razas al racismo de Estado, La piqueta, 1991: 59): «Detrás del orden tranquilo de las subordinaciones, tras el Estado y sus aparatos, tras las leyes podemos advertir y redescubrir una guerra primitiva y permanente sustentada en relaciones de desigualdad, asimetría, división del trabajo, relaciones de usufructo, etcétera... La guerra nunca desaparece porque ha presidido el nacimiento de los estados: el derecho, la paz y las leyes nunca han nacido en la sangre y el fango de batallas y rivalidades, es decir, después de ellas, la ley nace de conflictos reales: masacres, conquistas, victorias que tienen su fecha y sus horroríficos héroes, de los inocentes que agonizan al amanecer. La ley nace de la imposición».

Efectivamente, la guerra impulsa el desarrollo tecnológico, mueve la actividad económica más importante de la economía mundo (mercado de armas y complejo militar-industrial vinculado a la industria del transporte y las telecomunicaciones). La amenaza de guerra está en la base de la aparición y de la reproducción del Estado moderno y de todas las formas de regular las relaciones políticas contenidas en los códigos legislativos. Por ello el Gobierno de los EEUU necesita potenciar las guerras en el planeta y fabricar supuestos enemigos de la seguridad.

Desde esta visión real del derecho, como aparato de guerra, y de su uso arbitrario por parte de los operarios del derecho, podemos interpretar los tristemente actuales y terribles acontecimientos tales como por ejemplo, la capacidad del Estado de excarcelar o aplicar medidas excepcionales a políticos condenados por delitos de terrorismo y corrupción como Vera o Roldán por no citar otros y, por contra, mantener en prisión a personas presas gravemente enfermas, como es, entre miles de casos de personas presas con graves enfermedades físicas y mentales, el caso de Iñaki de Juana, que además está privado de libertad por un delito de opinión, no por un delito de terrorismo o corrupción como los dos anteriores.

Si alguien está atentando contra el mal llamado «Estado de Derecho» es quien ha puesto siempre por delante de los intereses de la sociedad civil los intereses del Estado y de los poderes que lo sustentan, quien ha producido, interpretado y aplicado un derecho al servicio del poder y no de las personas y pueblos. Esto es lo que ha aprendido, conoce y contra lo que lucha el Pueblo Vasco y especialmente su clase trabajadora que, al igual que muchos otros pueblos, a lo largo de su historia contemporánea ha tenido que combatir el desprecio, la represión, la satanización y el intento tan vehemente como inútil de hacer desaparecer su identidad como clase y como cultura, por parte de identidades culturales y políticas fabricadas artificialmente que, sustentadas por los poderes de los estados, se han impuesto, apropiado y penetrado su cultura, se han nutrido de la explotación económica de sociedades que como la vasca han tratado de ser minorizadas y aniquiladas, mediante la negación tanto de sus señas de identidad como del reconocimiento de la ciudadanía vasca, de sus derechos y de su propia capacidad de decisión.

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