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50 años del tratado de roma

La Declaración de Berlín refleja la desorientación de la UE

Hoy se cumplen 50 años de la firma del Tratado de Roma, que puso en marcha lo que ahora es la Unión Europea (UE). Medio siglo después, la integración europea es una realidad, pero tiene poco que ver con lo que imaginaron quienes firmaron el tratado.

Martxelo DÍAZ

Maurice Faure aún recuerda emocionado el día en que, en su calidad de secretario de Estado francés de Asuntos Exteriores firmó el 25 de marzo de 1957, hoy hace 50 años, el Tratado de Roma. Al mismo tiempo, lamenta que el sueño europeo actualmente se encuentre estancado.

«Fue un día inolvidable. Sí, el ambiente que se vivía era el de estar llevando a cabo algo histórico. Era fantástico», relata a France Presse Faure, el único de los doce firmantes que aún permanece vivo.

Los seis países fundadores (el Estado francés, Alemania, Italia, Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo) de la Comunidad Económica Europea (CEE) se reunieron para la ocasión en el Capitolio romano.

«Los doce, dos por cada país, estábamos sentados alrededor de una mesa. Yo me encontraba a la derecha del canciller [alemán] Konrad Adenauer», prosigue Faure, que actualmente cuenta con 85 años, para describir el momento en el que se colocaron las bases de la actual Unión Europea (UE).

«Pusimos la primera piedra de una Europea que esperábamos que fuera comunitaria, pero que se ha convertido en la Europa de las patrias», añade, lamentando la política de la silla vacía que practicó durante los años 60 el general Charles de Gaulle.

El presidente francés de la época se oponía rabiosamente a que la CEE abandonase el principio de unanimidad para pasar a la regla del voto mayoritario, lo que supuso un freno a la construcción europea, que aún hoy se mantiene, según constata Faure.

El signatario del Tratado de Roma se muestra también muy escéptico hacia la política de ampliación hacia nuevos socios que han llevado a cabo las instituciones europeas. «Hubiera sido mejor haber firmado acuerdos de cooperación, porque hacer entrar a nuevos miembros de pleno derecho supone enfrentarse a dificultades inmensas», señala.

Faure recuerda que las negociaciones que desembocaron en el Tratado de Roma y que tuvieron lugar en Val Duchesse, en la periferia de Bruselas, «fueron muy sencillas».

«Pudimos trabajar rápidamente. Quien más hablaba era Francia, porque era quien tenía más problemas que resolver, como las colonias y la agricultura», rememora.

Faure recuerda que Alemania e Italia eran muy reticentes a otorgar fondos para que se destinaran a las colonias francesas hasta el punto de que los representantes de Bonn -entonces capital de la República Federal alemana- y Roma llegaron a manifestar que «nosotros también tuvimos colonias, pero afortunadamente las perdimos».

En lo que se refiere a la cuestión agrícola, Faure destaca que el Estado francés «necesitaba muchas subvenciones para sus agricultores» y recuerda que «aún hoy, Francia es la principal beneficiaria de la Política Agraria Común (PAC)».

Maurice Faure se muestra especialmente duro con la política europea que ha llevado a cabo el Estado francés durante este último medio siglo. «Francia no ha hecho más que provocar dificultades. Es el peor alumno europeo actualmente», señala, recordando el «no» recibido por el proyecto de Constitución Europea en el referéndum de 2005.

«Lo más grave es que las opiniones públicas son cada vez menos europeístas. No hay más que mirar a Francia, que, ciertamente, es mucho menos europeísta que hace 50 años», añade Faure.

Faure es el último superviviente de un grupo de dirigentes europeos que pueden ser calificados como visionarios y que pretendían establecer «una unión más estrecha entre los pueblos europeos». Este objetivo, visto desde la perspectiva de 50 años, no se puede dar por cumplido, ya que las naciones sin Estado de la actual UE no tienen ni voz ni voto en las decisiones que se toman cada día y que afectan a millones de europeos.

La UE es hoy, más que nunca, un club de 27 estados que hacen y deshacen a su antojo. Quienes deciden son los gobierno de Madrid, París, Roma y Londres, mientras que los vascos, catalanes, gallegos, occitanos, bretones, corsos, sardos, escoceses o galeses no pueden intervenir, pese a ser de esos «pueblos europeos» que mencionaban Konrad Adenauer o Paul-Henri Spaak.

Adenauer era el canciller alemán en 1957, mientras que Spaak era jefe de la diplomacia belga. Ambos se han convertido en nombres protagonistas de la historia de la construcción europea.

El objetivo de la CEE era poner en marcha un mercado común basado en la libre circulación de personas, mercancías y servicios, mediante la supresión de las barreras aduaneras entre los estados miembros.

El mismo día los Seis crearon la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom). Estos dos tratados suscritos en Roma fueron rápidamente ratificados por los diferentes estados antes de entrar en vigor el 1 de enero de 1958.

En ese momento, el Tratado de Roma fue recibido como un gran paso adelante por los más fervientes partidarios de la construcción europea, que todavía se lamentaban del fracaso del proyecto de Comunidad Europea de Defensa (CED).

«Tomar nuevas iniciativas se antojaba vital si no se quería condenar a una muerte definitiva a la unidad europea, que estaba herida de muerte tras el fracaso de la CED», explica Faure.

Si la unidad europea había fracasado por la vía de la colaboración militar, había que intentarlo por la vía de la colaboración económica. Este fue el planteamiento que llevó a firmar el Tratado de Roma.

El proyecto de la CED buscaba, pocos años después del final de la Segunda Guerra Mundial, crear un Ejército europeo ligado a instituciones supraestatales. Desde el primer momento, provocó una profunda división entre los europeos.

Un negociador de la época, Robert Marjolin, recuerda en sus memorias que «las conversaciones se convertían en discusiones a cuenta de la CED, la armonía se rompía de repente y quienes convivían, después de una violenta discusión, se separaban sin decirse adiós».

Los recuerdos de Marjolin pueden parecer exagerados, pero lo cierto es que el proyecto de la CED, adoptado por los gobiernos francés, alemán, italiano, belga, holandés y luxemburgués fue rechazado por el Parlamento francés el 30 de agosto de 1954 con la oposición de los diputados gaullistas y comunistas.

Salvando las distancias, recuerda al «no» francés en el referéndum sobre la Constitución Europea que se celebró 51 años después, en el que volvieron a unirse la izquierda y la derecha francesa en contra de un proyecto europeo por diferentes motivos.

El rechazo de la CED supuso un frenazo a las aspiraciones europeístas después de un inicio esperanzador tras la Declaración Schuman, que toma el nombre de Robert Schuman, ministro francés de Asuntos Exteriores, quien propuso, el 9 de mayo de 1950, a la República Federal de Alemania crear con el Estado francés una unión económica basada en el carbón y en el acero.

El carácter a la vez práctico y profundamente innovador de esta iniciativa, que consistía en que las industrias pesadas de dos estados que se habían hecho la guerra apenas cinco años antes colaborasen entre sí, sedujo a la opinión pública.

La Declaración Schuman desembocó dos años más tarde en la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), a la que además de los dos antiguos enemigos en el campo de batalla se adhirieron Italia, los Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo.

Pese al fracaso de la CED, los mismos países que firmaron la CECA suscribieron el Tratado de Roma, siguiendo los pasos marcados por otro entusiasta europeísta francés, Jean Monnet, quien destacaba que «Europa no se hará de una sola vez, sino mediante proyectos concretos que creen una solidaridad de hecho».

50 años después, la UE es una realidad que marca la vida cotidiana de los europeos. La agencia France Presse ha realizado un ejercicio de política-ficción imaginando cómo sería la Europa del siglo XXI sin la existencia de la UE.

El resultado es el siguiente: colas interminables de camiones en cada una de las fronteras entre estados, una treintena de monedas diferentes y sistemas de teléfonos móviles distintos en cada país.

Junto a ello, considera que la movilidad de los ciudadanos europeos sería mucho menor y no serían tan abiertos a sus vecinos. Y es que los aviones serían mucho más caros que actualmente y en los fronteras los atascos de automovilistas serían kilométricos debido a la obligación de mostrar el pasaporte a los policías de dos estados.

¿Cómo sería una Europa sin UE?

Para los camioneros, estos atascos serían el pan de cada día, como lo eran hasta 2004 en la frontera entre Alemania y Polonia o hace años, hasta la entrada en vigor de Schengen, en la muga entre Lapurdi y Gipuzkoa.

Los 312 millones de europeos que actualmente pagan sus compras en euros, seguirían utilizando monedas como pesetas, francos franceses, francos belgas, florines, libras irlandesas, escudos, marcos finlandeses, marcos alemanes, liras, dracmas o tolares.

Sin la UE, no existiría el mercado único. Incluso si los estados estarían dispuestos a abolir los derechos aduaneros, aún habría una multitud de obstáculos que pondrían trabas a la circulación de mercancías.

Según el ejercicio de France Presse, en el Estado francés las luces de los coches seguirían siendo amarillas y no blancas como en el resto del continente, mientras que en Alemania no se podría vender cerveza que no se ajustara estrictamente a las normas de pureza establecidas en Baviera en 1512.

Siguiendo con la imaginación, para impedir que los coches alemanes compitieran con los modelos de Peugeot o Renault el Estado francés habría establecido un impuesto para los vehículos de gran cilindrido. Italia habría aumentado las tasas para los vinos franceses y Alemania habría prohibido los quesos elaborados con leche cruda utilizando argumentos sanitarios.

«La economía de cada estado funcionaría según el principio de exportar lo máximo posible e importar únicamente el mínimo imprescindible», afirma Josef Janning, especialista en temas europeos de la fundación alemana Bertelsmann.

Según este análisis, que peca de un excesivo neoliberalismo, los monopolios de energía y telecomunicaciones perdurarían. «Siguiendo su tradición de servicios públicos, Francia sólo tendría una compañía telefónica, Téléphone de France, con tarifas prohibitivas», aventura France Presse, que quizá no conozca el caso de las compañías de móviles en el Estado español, donde hay más de una, todas son privadas, pero cuando tienen que pactar para mantener sus tarifas elevadas, lo hacen sin mayores problemas.

Eso sí, con cada país regulando a su aire las nuevas tecnologías, sería muy posible que se repitiera lo que sucedió con las televisiones en color en los años 60 del siglo XX, donde dependiendo del país, existían sistemas diferentes (Pal, Secam, Mesecam).

El análisis de France Presse subraya que al haber menos competencia, los precios serían más elevados y la capacidad de compra de los ciudadanos menor. A ello contribuiría también la menor estabilidad de cada una de las monedas de cada uno de los estados, que tendrían que hacer frente a continuas tormentas monetarias por crisis políticas a nivel estatal. El euro es mejor. O, al menos, eso dicen.

 
Angela merkel presenta la declaración de berlín para intentar revitalizar la ue

Más allá de los fastos y de los fuegos de artificio de este fin de semana en Berlín, la UE no celebra su medio siglo en la mejor de las circunstancias. Tras los referendos del Estado francés y de los Países Bajos, los dirigentes de la UE buscan un nuevo impulso. La última esperanza se llama Angela Merkel y su Declaración de Berlín. Aunque se presentará hoy oficialmente, ya se conoce que no aportará soluciones concretas y que se queda en grandilocuentes palabras.

«Nos enfrentamos a grandes desafíos», «el modelo europeo aúna el éxito económico y la responsabilidad social» o «la riqueza de Europa se basa en el conocimiento y las capacidades de sus gentes» son algunas de ellas.

En cualquier caso, algunos miembros, como Polonia o Chequia, ya han mostrado sus críticas a la Declaración de Berlín, que parece nacer lastrada y el objetivo de avanzar en el proceso constitucional antes de las elecciones al Parlamento Europeo de 2009 puede complicarse mucho.

El ex presidente de la Comisión Europea Jacques Delors declaraba ayer en la revista portuguesa «Expresso» que 27 estados «pueden ser muchos», pero dejaba la puerta abierta a los ex yugoslavos. Turquía deberá esperar. M.D.

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