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Imanol Telleria Komite Internazionalistak

La zona fronteriza global

En un vistazo a la coyuntura mundial enseguida nos damos cuenta que cada vez más personas viven en la zona fronteriza global, un espacio sin derechos ni posibilidades para desarrollar una vida plena; son, como describe Zygmunt Bauman en su libro «Vidas desperdiciadas», los «residuos humanos», es decir, las poblaciones «superfluas de emigrantes, refugiados y demás parias». Son, los fallos del sistema.

Seguramente es la población palestina en general y la encerrada en el campo de refugiados de Nahr al-Bared en el Líbano en particular una de las que mejor expresa esa condición de residuos humanos. Hacinados en un ghetto de un país que no es el suyo, sufren la pobreza, el desempleo, la falta de condiciones sanitarias y la amargura de saber que su país y sus casas han sido ocupadas por un estado genocida (Israel), y además les toca ser víctimas de fuego cruzado y un ase- dio al más puro estilo medieval.

Tampoco se vive mucho mejor en los campamentos estables y asentamientos más clandestinos que rodean la valla de Ceuta o en los centros de internamiento que salpican la frontera estadounidense con México. A todos estos les queda al menos el sueño o la esperanza de ser explotados por algún empresario de bien, siempre que sobrevivan en el desierto o en las aguas del estrecho.

Hoy, el mundo «civilizado» edifica muros para protegerse del terrorismo, de la inmigración o de la delincuencia, y en sus márgenes, crece una nueva humanidad condenada a vivir sin futuro. Ni siquiera vale el término de «refugiado» para caracterizar esta forma de vida, de hecho para millones de personas su mayor aspiración es lograr el estatus de refugiado para que se le reconozca algún derecho. Tiene gracia que ACNUR se felicite sobre la reducción del número de refugiados. La realidad es que ese número no deja de crecer, porque no cuentan que en vez de ampliar el concepto de refugiado para incluir las nuevas formas que generan desplazamientos masivos de población (ocupaciones, inversiones de multinacionales enérgeticas, desertificación por el expolio o el monocultivo, o el cambio climático...), lo han reducido para tener un número gestionable (cerca de 20 millones) de parias de primera clase.

Hace poco nos recordaba Santiago Alba que la peor pesadilla de un turista es de perder su pasaporte. Si lo hace, se convierte en «ciudadano del mundo», es decir, en un residuo humano sin derechos ni capacidad de volar y con ello, salir de la zona fronteriza global en la que se encuentre y volver al espacio protegido y vigilado de su estado fortaleza. Por mucho que se empeñen los respetables intelectuales y académicos de izquierdas occidentales, y por mucho que les guste recurrir a la retórica de la ciudadanía global como garante de los derechos humanos universales, lo único que garantiza dichos derechos es tener un pasaporte con un escudo de un Estado lo suficientemente potente como para amenazar con ataques preventivos o bloqueos económicos a otros estados y, por lo tanto, proteger a su ciudadanos.

Los países pertenecientes a la zona fronteriza global, que engloban algo más de las tres cuartas partes de la humanidad, no pueden garantizar los derechos más básicos de sus ciudadanos y para éstos, su pasaporte es un incordio. Esa es la tragedia de la inmigración ilegal: es mejor viajar sin identidad ni lugar de origen para dificultar los trámites de la repatriación, lo más efectivo para ser explotado en el paraíso es, así de sencillo, no ser nadie.

Ni que decir tiene de qué lado se quedó la dignidad, por eso un grupo de personas irán a finales de julio de Gasteiz a Ceuta, con el objetivo de denunciar los muros impuestos por el sistema, pero sobre todo, con la intención de establecer redes de solidaridad y colaboración efectiva entre personas y colectivos que simplemente sueñen con otro mundo.

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