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El Gobierno de John Howard prosigue su política de abuso contra los aborígenes

Basta observar las decisiones del Gobierno de John Howard en materia internacional para comprender que la fuerza es un argumento privilegiado para el Ejecutivo australiano. Por mencionar sólo algunas actuaciones del Gobierno de la Alianza Liberal, se puede aludir a que el premier australiano interpretó su última reelección, en 2004, como un aval a la presencia de Australia en el «ejército de la democracia», es decir, en los despliegues internaciones en Afganistán y en Irak.

En su calidad de representante de la Australia de piel clara, Howard se permite incluso inmiscuirse en la política estadounidense y, como no puede ocultar su querencia por George Bush, arremetió contra la candidatura de Barack Obama para la nominación como presidenciable demócrata. El precandidato negro sería, según Howard, el preferido del «mando de Al Qaeda en Irak» al defender la salida de las tropas de EEUU del país árabe.

Al tiempo, el mandatario australiano aceptó de buen grado, como ya hicieron varios de sus ilustres antecesores en el cargo, que un bosque del desierto del Néguev llevara su nombre. El ofrecimiento partió del Fondo Nacional Judío, entidad sionista que se caracteriza por poner impedimentos a que los ciudadanos árabes puedan adquirir tierras e inmuebles en Palestina. En su haber, la progresiva judeización de Jerusalén Este.

Ya en el terreno interno, Howard se ha caracterizado por aprobar sucesivas reformas legales para blindar las fronteras australianas a la inmigración, pero no ha puesto menos celo en tratar de erosionar el modelo de autonomía que se aplica en los territorios de los aborígenes, a los que el Estado al que representa Howard no reconoció su condición de ciudadanos hasta 1967. Su último anuncio es que prohibirá el alcohol en las 45 comunidades en que malviven los aborígenes. La medida se adopta tras la publicación de un informe oficial sobre abusos infantiles. No estamos ante un problema menor, sino ante un problema grave y complejo, pero no cabe olvidar tampoco que bajo la digna bandera de la protección de la infancia se ocultan en demasiadas ocasiones actuaciones que poco tienen que ver con esa protección y mucho con una visión «blanca, ultrarreligiosa y conservadora» de la sociedad. Habida cuenta de que esas comunidades presentan cifras récord de analfabetismo, malnutrición, insalubridad... de pobreza y marginación, en definitiva, ¿está seguro Howard de que la deuda histórica que tienen las autoridades australianas con los habitantes originarios pasa por medidas estigmatizantes y coercitivas? Más bien parece que el Gobierno busca «alarmantes motivos» para justificar un aumento del control del Estado sobre unas tierras largamente codiciadas por los inversores económicos.

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