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Mikel Arizaleta Traductor

El «pacto» de Santoña

El autor, con motivo del aniversario del Pacto de Santoña, sostiene que resulta más apropiado denominarlo capitulación, como el mediador Alberto Onaindia reconocía, o incluso traición. No obstante, considera profundamente injusto que el mismo sea considerado como una rendición del nacionalismo vasco al fascismo, como pretende el libro de Xuan Cándamo «El pacto de Santoña (1937). La rendición del nacionalismo vasco al fascismo», dadas las diferentes posturas en el seno del nacionalismo vasco frente a la agresión fascista.

Cuando estamos recordando el 70 aniversario del Pacto de Santoña me vienen a la memoria un par de personajes del pueblo natal del ex lehendakari Ardanza y que jugaron su papel en el levantamiento militar del 36: Alejandro de Goicoechea y Omar, hijo del boticario de Elorrio -de cuyo ingeniero lleva su sello el Talgo, Tren Articulado Ligero Goicoechea Omar- y el señor Unceta, marqués de Casa-Jara, en frase de Sabino de Apraiz y Urotz, destacado derechista. Dos personajes de triste recuerdo en la historia de Euskadi.

Goicoechea, más mito y fábula que realidad, «capaz de ponerse a temblar delante de un perro de lanas». Miedoso, cauteloso e impresionable, y que en la memoria de muchos permanece como el diseñador de otro gran mito: el Cinturón de Hierro de Bilbao, «que lo único que tuvo de extraordinario fue la cantidad de toneladas de metralla empleadas en la acción... Fue trazado y proyectado de acuerdo con el alcance y poder destructivo de las armas utilizadas por los nacionales al comienzo de la guerra, y no de los nuevos y desconocidos medios de aviación aportados por Alemania e Italia». Por cierto, el Cinturón de Hierro ni se llamaba así ni fue diseñado por Alejandro de Goicoechea. El verdadero nombre de la fortificación era Cinturón Defensivo de Bilbao y fue proyectado por el teniente coronel Alberto Montaud Noguerol. Y el jefe de ejecución de las obras fue el capitán Pablo Murga, a las órdenes de Montaud, detenido el 28 de octubre de 1936 por pasar información del Cinturón Defensivo y fusilado, tras juicio en el tribunal de jurado, el 12 de noviembre de 1936 en la pared del cementerio de Derio. Tras el fusilamiento de Pablo Murga -enterrado en el cementerio de Erandio-, le sustituiría Goicoechea en el mando de ejecución del Cinturón Defensivo y desertaría, pasándose al enemigo, el 27 de enero de 1937 con Jaime Unceta. Y la información, que el traidor ingeniero Goicoechea pasa al enemigo, es menor de la imaginada: «Nada de planos, cosa que, por otra parte, no le hacía falta llevar. En cuanto a los informes que facilitó sobre las fortificaciones a los revoltosos, aparte de pequeños detalles y otras cosas no observables desde la aviación, todo lo que contó e informó lo sabía desde hacía tiempo el Mando Nacional, que contaba con unos aparatos de aviación de observación dotados de unas cámaras fotográficas capaces de tomar gran número de fotografías por segundo y que, por supuesto, actuaban impunemente» (Sabino de Apraiz).

Pero regresemos al «pacto» de Santoña, al lugar de las conversaciones con los italianos en la villa Zubiburu de san Juan de Luz. Ya Alberto de Onaindia, el cura Olaso de Markina que hizo de mediador entre el gobierno de Mussolini y Juan Ajuriagerra, presidente del Bizkai-Buru Batzar del PNV, entrecomilla la palabra pacto en el título de su libro. Parece gustarle más la palabra capitulación y entiende que haya quien le llame «traición», como sostiene Gregorio Morán en el injusto y duro prólogo del libro «El pacto de Santoña (1937). La rendición del nacionalismo vasco al fascismo» del asturiano Xuan Cándano. Lo que se acordó, por parte de Juan Ajuriagerra, fue: «a) deponer ordenadamente las armas entregando el material a las fuerzas legionarias italianas, que ocuparían sin lucha la región de Santoña; b) conservar el orden público en la zona que ocuparan; c) asegurar la vida y libertad de los rehenes políticos de las cárceles de Laredo y Santoña. Y por parte de las fuerzas italianas: a) garantizar la vida de todos los combatientes vascos, tenerlos hasta la terminación de la guerra bajo su mandato sin entregarlos al General Franco; b) garantizar la vida y autorizar la salida al extranjero de todos los hombres políticos y funcionarios vascos existentes en el territorio de Santoña y Santander; c) considerar, a los combatientes vascos sometidos a esta capitulación, libres de toda obligación de participar en la guerra civil; d) garantizar que no sea perseguida la población vasca leal al Gobierno Provisional de Euzkadi. Lo acontecido luego fue fatamorgana, no respondió a lo acordado: muchos fueron fusilados, otros terminarían en campos de concentración y batallones de trabajadores. O, en palabras de Gregorio Morán, la queja «del mafioso que reprocha al sicario que no se comporte como un socio de impecable honorabilidad».

Pero llamar en 2007 al pacto, capitulación o traición de Santoña «rendición del nacionalismo vasco al fascismo» es, en cualquier caso, profunda injusticia y huele a tergiversación. Cuando menos hubo tres formas de pensar en aquel tiempo en la Euskadi contraria al levantamiento militar: Un grupo tendente a no participar en la guerra, España no era su problema, aquella guerra no era la suya. Y dentro de éstos a unos les tiraba la religión y la derecha (PNV) y otros defendían una Euskadi independiente y social. Cuando el 6 de octubre, en Gernika, tras haber recibido del gobernador español de Bizkaia la delegación del poder estatutario, el lehendakari Agirre terminó el juramento en la ceremonia con un «Gora Euzkadi», un grupo de jagi-jagistas apostillaron con «¡azkatuta!» y cantaron luego algunas canciones independentistas. Fue, sin duda, un grito de discrepancia y alma abertzale ante aquel rito de frustración y desengaño fabricado a medias entre Madrid y Bilbao, entre Prieto y Aguirre; había también una parte roja, republicana y española. En todo caso -y como queda patente en la fuente Onaindia- se trataría de la rendición de la cúpula del PNV al fascismo, llevada a cabo en sigilo y secreto y sin consultar con los demás partidos del Gobierno de Euskadi. Modo de proceder, por cierto, muy arraigado en el alma peneuvista a lo largo de su historia y en nuestros días. Pero esto lo saben Gregorio Morán y Xuan Cándano. A pesar de las presiones por parte del PNV, Alberto Onaindia puede decir en 1983: «por fin salen a la luz pública estas páginas que me han acompañado más o menos cuarenta y seis años, no sin algunos sinsabores y aún preocupaciones de conciencia». Alberto Onaindia nos legó, aunque tarde, un detallado y pormenorizado relato del «pacto» de Santoña, en el que él intervino como mediador. ¿Por qué, pues, 23 años más tarde Xuan Cándano y Gregorio Morán, perfectamente conocedores de las fuentes en su por otra parte excelente libro apostillan en el título, y también en el interior, con esa tiradilla injusta y tergiversadora de la historia -«rendición del nacionalismo vasco al fascismo»-? ¿Acaso para satisfacer el ego tribal, que todavía pulula por los montes de Covadonga y alrededores con nostalgia de conquista? ¿Es, tal vez, reflejo y «radiografía de un cáncer social, convertido en crónico», de un españolismo chauvinista y conquistador, incapaz de aceptar en paz la existencia de otros pueblos a su lado?

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