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Fede García SOS Racismo Araba

Turbulencias preelectorales

Los discursos y promesas que violentan la dignidad de las personas tiene un nombre específico nada recomendable: populismo reaccionario

La carrera sin fondo de promesas preelectorales en la que nos encontramos, ante la convocatoria de elecciones generales del próximo 9 de marzo, es un ejercicio que a nadie o a muy pocos puede engañar. Sobre todo si tenemos en cuenta que las manifestaciones, alegatos, promesas en las más diversas materias, que los voceros de las organizaciones partidarias lanzan a los vientos ciudadanos no tienen no tienen la menor cobertura en el ámbito de las responsabilidades partidarias en el supuesto de incumplimiento.

Vivienda, desempleo, violencias varias, delincuencia de cuello blanco y de navaja en corto, inmigración, etc. se llevan la palma de la incontinencia verbal de aquellos que prometen, y vuelven a prometer, lo que en general saben que no van a cumplir. Entre la algarabía preelectoral dominante destaca con claridad una materia especialmente sensible, como es la de la inmigración. En este frente todo vale: promesas de controles genéricos de la inmigración, establecimientos de contratos de compromiso personalizados, modelos de asimilación-integración de los inmigrantes, compromisos de respeto a las ¿costumbres nacionales?... ¿Quién promete más?

Los charlatanes de feria a la antigua, con sus espectaculares discursos micrófono en mano, no engañaban a nadie: el producto que ofrecían siempre estaba a la vista, era tangible. Era el tres por dos de cualquier producto desechable que, envuelto en toda una suerte de atributos inmejorables, encandilaba al personal, tras la intervención del gancho, que animaba con más voluntad que convencimiento a una parroquia crédula y hambrienta de novedades oportunas e irrepetibles.

Poco a nada ha cambiado. Los charlatanes de feria se acababan en sí mismos. No trascendía su discurso más allá del día de la feria, y se limitaban a colocar la quincalla por la vía de la palabra y el oficio de sobrevivir a base de convencer de las bondades de unos productos prescindibles.

Lo grave en la actualidad es que los voceros-políticos ni tan siquiera son charlatanes: son la antítesis de éstos. Prometen lo que saben que no van a cumplir. Su producto no está a la vista, no hay tres por dos, y ni tan siquiera convencen a la ciudadanía de las cualidades del mismo.

Incluir, como un producto electoral más, la inmigración es un ejercicio de insensatez política, cuyas consecuencias nadie se para a considerar. ¿Qué importan las consecuencias? Sólo interesa ganar un voto más entre aquellos sectores sociales dañados por la exclusión y la marginación social, y que codo con codo -nacionales e inmigrantes- participan de las miserias sociales, compitiendo por unos recursos económico-asistenciales que intencionadamente son escasos.

Los datos no engañan a nadie: que si en la Seguridad Social el número de altas procedentes de la población trabajadora inmigrante es del 10%, que si la natalidad se ha recuperado, que si la pirámide poblacional nacional está normalizándose, etc., no cuenta. Sólo cuenta el lado oscuro de los deberes de la población inmigrante. Deberes que en general son asumidos por la fuerza de los hechos. Casi nadie puede trabajar legalmente sin entender, al menos, un poco de castellano. Voluntariamente, la inmigración no legalizada es la primera interesada en aprender castellano y el idioma vernáculo. Sólo hay que fijarse en como están las matrículas en la enseñanza de castellano para adultos, y en la labor complementaria de las ONG y ayuntamientos en este sentido. La voluntad de integración social de las personas inmigrantes está fuera de toda duda -que no de asimilación-, aunque siempre hay excepciones. Ello es así, porque de ello depende el contrato de la vivienda, el aval bancario, la oferta de trabajo, la renovación del permiso y mil cuestiones más que condicionan el día a día de una familia extranjera-inmigrante.

¿De qué se habla entonces? Aquellos que sacan a la arena pública temas tan sensibles como son el de la inmigración, su inclusión social, la documentación de los mismos, los menores inmigrantes en situación de desamparo, la mezcla interesada entre el aumento de los índices de criminalidad y presencia de inmigrantes, olvidan con desfachatez que no se sonrojan al no reconocer el derecho al ejercicio del voto a aquellas personas extranjeras que trabajan, cotizan, pagan impuestos, se integran, pero, por supuesto, no votan. ¡Qué se habrán creído!

Una de las pruebas del algodón al tener que valorar la calidad de la democracia ibérica vigente es: si el grado exigible de integración laboral, social y cultural de la inmigración ha de pasar por ejercer la apostasía respecto de la cultura propia, reconociendo entonces el derecho a votar. La extrema derecha puede que piense así. Parece poco razonable que fuerzas políticas llamadas democráticas, de facto, hagan lo mismo.

Hay que ser valientes, y no condicionar el poder obtener un voto más menos a negar derechos de otros, que aportan su esfuerzo, trabajo y ADN nuevo a una sociedad incapaz de aceptar lo ajeno, cuando lo propio lo hemos hecho ajeno durante siglos con las armas en la mano, causando mortandades sin fin y limpiezas étnicas de muchos ceros a la derecha.

Conviene ser prudentes en todo. También en estas materias. Los discursos y promesas que violentan la dignidad de las personas tiene un nombre específico nada recomendable: populismo reaccionario. Por ello sugiero desde mi modesta posición de ciudadano común que se aminoren radicalmente las proclamas que animan a una parte de la sociedad a ser crítica con los inmigrantes no utilizando electoralmente materias sensibles, que generen o aumenten artificialmente el racismo y la xenofobia.

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