Steve Carell tiene ese don por el cual toda película en la que interviene se convierte en una maravilla, más aún si dispone del margen suficiente de actuación que conceden las producciones independientes. En «Como la vida misma» se mueve a sus anchas, en un conmovedor monólogo de absoluta complicidad con el público, gracias a su capacidad para transmitir diferentes estados de ánimo que van de la depresión a la euforia, sin dejar nunca de ser gracioso. Cuanto le ocurre a su personaje nos importa, y en los tiempos que corren decir que un actor no provoca indiferencia es decir mucho. Él es el alma de la película, pero eso no significa que se coma al resto de compañeros de reparto, porque también con ellos mantiene esa natural empatía y a todos se les ve realmente a gusto. Ni siquiera una actriz europea como Juliette Binoche se siente extraña en una comedia tan norteamericana, gracias a que no tiene que fingir que se está divirtiendo con su partenaire y se la ve muy feliz en su compañía. Y es que las escenas de humor gestual de Carell son desbordantes, especialmente la sesión de gimnasia matutina, la competición improvisada de baile, o el festival casero en el que se acompaña a la guitarra.

Lo bueno de «Como la vida misma» es que, siendo una película que hace reír, también deja espacio para la reflexión sobre la auténtica naturaleza del amor y su influencia sobre el comportamiento humano. El protagonista ejerce de padre sobreprotector con sus hijas adolescentes, entre otras cosas por ser el firmante de una columna periodística desde la que ejerce de consejero, lo que no le libra de caer en los mismos errores que pretende corregir a los demás. Al final le tocará reconocer que se ha dedicado en exceso a planificar vidas ajenas, una vez que sufra en sus propias carnes el tipo de desorden sentimental que hace perder los papeles a cualquiera. La edad madura no es ajena al enamoramiento repentino, ni al encanto de las canciones de Sondre Lerche y su inconfudible sello «indie».