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Alizia Stürtze historiadora

Tibetofilia, peligro amarillo y terrorismo mediático

Vista la repentina sensibilidad hacia los derechos humanos y de los pueblos mostrada por nuestros gobernantes y nuestros medios de comunicación con respecto al Tíbet... Comprobada su apuesta decidida por la negociación y el diálogo entre el Dalai Lama y el Gobierno chino y por la liberación de presos políticos como modo de solucionar el conflicto, a pesar de que los sublevados en Lhasa y otras zonas con presencia tibetana (Nepal incluido) hayan utilizado la violencia y matado a civiles chinos, como, se supone, instrumento necesario durante una lucha de liberación...

Dado que hasta la Eurocámara considera más importante la defensa del sometido pueblo tibetano que el hecho comprobado de que estamos ante unos enfrentamientos claramente inducidos, que la CIA, en un nuevo caso de conspiración, terrorismo e intervencionismo, lleva décadas promoviendo y financiando los levantamientos y las guerrillas armadas en la zona y que el Dalai Lama es un rey-dios que nadie ha elegido (los tan denodados ayatolás no pasan de ser líderes clericales), jefe de un gobierno en el exilio altamente anti-democrático e impulsor del lobby pro-Tíbet y del lobby anti-China, subvencionados ambos por los sectores económicos y políticos (Pentágono-zioncons) para quienes China personifica la pesadilla geoestratégica de un enemigo mortal....

Comprobado que incluso personajes como Sarkozy, chauvinista y filosionista (anti-palestino) a ultranza, e impulsor de leyes anti-inmigración claramente xenófobas y estigmatizadoras, se erigen en abanderados del Tíbet y su cultura y politizan los JJ.OO., desautorizando incluso al propio portavoz del Comité Olímpico Internacional en su afirmación de que «no opina sobre la situación en el Tíbet, igual que no opinaría sobre la del País Vasco»...

Ante todas estas inesperadas muestras de «radical ética democrática» por parte de políticos e imperios mediáticos occidentales como Prisa o CNN, por simple extrapolación, vascos, corsos, bretones, gallegos, saharauis, palestinos, mapuches, haitianos, iraquíes y la interminable lista de pueblos sometidos a estados, dictaduras, invasiones, derrocamientos, injerencias, leyes antiterroristas e intereses multinacionales deberíamos estar muy contentos y esperanzados. Y es que, por pura lógica, ¿lo que vale para el Tíbet, por qué no va a valer para todos los demás en parecida situación? ¿por qué no se va a utilizar la misma vara de medir para todos los que osan defender su soberanía y sus recursos y/o luchan por otra sociedad? ¿por qué unos son tan adorablemente pacíficos y defendibles y tan perseguibles hijos del demonio otros?

Pues simple y llanamente porque la cosa no va de defender los derechos de nadie ni, claro está, de convertir esa supuesta defensa coyuntural del pueblo tibetano en un principio universal aplicable a todos los demás en situación semejante, incluidos los vascos. Estamos ante una campaña mediática liderada a nivel mundial por las multinacionales yanquis de la manipulación para dañar gravemente la imagen de China e impedir, con la colaboración de ciertas ONGs, activistas e intelectuales, que, con ocasión de las Olimpiadas, la República Popular China tenga ocasión de presentar a nivel planetario su imagen de potencia industrial, científica y tecnológica y sólo pueda exhibir su rostro represivo. Estamos ante un nuevo ejemplo de ese terrorismo mediático cuyas características y funcionamiento han empezado a desgranar y a denunciar en el Encuentro Latinoamericano contra el Terrorismo Mediático celebrado en Caracas a fines de marzo; un terrorismo mediático que se esconde tras la sombra del anticomunismo de siempre y la siempre útil retórica de defensa de los derechos humanos y de las mujeres, utilizada a conveniencia. Estamos ante parte de toda una ofensiva ideológica para enterrar la oposición popular al imperialismo y justificar su agenda radical en política exterior y militar, por medio de la creación artificial de focos de conflicto. Como el que están creando en Santa Cruz, a favor de multinacionales como Total, British Gas, Amoco y Repsol (vinculado a Prisa, dueña a su vez del periódico derechista santacruceño «El Nuevo Día) y en contra de la política nacionalizadora de Evo Morales.

Por mucho que nos hablen de «protestas espontáneas», lo cierto es que, guste o no a los bienintencionados, se trata de un movimiento inducido y calculado y que, además, ni empieza ni acaba aquí. De hecho, mientras 2.500 cohetes nucleares estadounidenses apuntan a China (y a Rusia), portaaviones nucleares vigilan el estrecho de Taiwán y el Pentágono realiza normalmente vuelos espías sobre China, la máquina propagandística usamericana lleva tiempo generando opinión y reelaborando la vieja idea de la imparable amenaza amarilla que planea sobre el planeta: «el despertar del dragón».

Aunque en las recientes elecciones en Taiwán ha vencido el sector favorable a desarrollar las relaciones con Pekín (base para una futura reunificación), la revista «Time» ya nos anuncia que se van sumando los ingredientes para una «tormenta perfecta» que, durante los Juegos y después, va a tender hacia la implosión o, al menos, debilitamiento (externamente potenciado) de la posición internacional de China: inflación, corrupción, protestas de los iugures musulmanes de Xinjiang y en la región autónoma de Mongolia Interior, revueltas por las desigualdades que está generando el desarrollo desenfrenado, cambios ideológicos producidos por el acceso a internet, influencia de sectas como la evangélica o la llamada Falungong instrumentalizadas con claros fines geopolíticos, conflictos en al espacio aéreo y en alta mar o entre China e India que USA intenta meter dentro de su órbita...

En un prólogo que hice para el libro «Breve historia del anticomunismo» de Fabio Giovannini, ya describía los puntos esenciales del plan largamente elaborado por Washington que, bajo el nombre de «Project for a New American Century», persigue como objetivo central prevenir el surgimiento de una potencia rival y adelantarse a la aparición de una amenaza real a su hegemonía imperial, que, de momento, no puede ser otra sino China. Sería el retorno a una guerra total, pero concebida en «tiempos de paz», concepción que nos conduciría, de hecho, a una polarización hostil entre USA y sus aliados por un lado y, por el otro, China y la esfera de influencia que ésta haya conseguido crear.

Desde este planteamiento, además de una serie de escenarios de guerra (África, Oriente Medio, Asia Central, América Bolivariana), se dibujaría una nueva dimensión de la conflictividad, lo que los chinos llaman «guerra no militar»: ataques a las finanzas internacionales, guerra sobre la propiedad intelectual y las patentes, guerras informáticas y tecnológicas, desestabilización por medio de campañas mediáticas como la actual... Para lo cual siempre es útil tirar de esos estereotipos xenófobos y racistas anclados en el inconsciente del occidental, como el del malvado chino de las películas de Fu Manchú que, trastocado ahora en ambicioso y subhumano capitalista, demasiado trabajador y demasiado calculador, y dispuesto a comprar el mundo a golpe de talonario, se opone a ese monje beatífico e inmaterial, puro, pacífico y «ecológico» de las «revoluciones de colores».

Sólo desde una perspectiva de lavado cerebral mediático constante es posible entender que haya gente dispuesta a movilizarse en defensa del Dalai Lama (del pueblo tibetano poco sabemos, de la situación de sus mujeres o de otras minorías chinas, ni te cuento), y no mueva un dedo en contra de genocidios como el palestino o el iraquí, informativamente tan terriblemente presentes y tan dolorosamente sangrantes. Y es que, sin negar los derechos del pueblo tibetano ni las tropelías del Gobierno chino, estas protestas del lobby pro-Tíbet ideológicamente nada tienen que ver con las potentes movilizaciones contra la invasión de Irak o contra las reuniones de los G-8. Nos guste o no, le hacen el caldo gordo a la ofensiva ideológica imperialista y al conjunto de valores que se nos quiere imponer. No en vano, detrás de estas movilizaciones se encuentran sectores anticomunistas occidentales como el juez Garzón, tan «demócrata» él que ha denunciado públicamente a China por el supuesto «genocidio» cometido en Tíbet desde 1959. Esos sectores son, por cierto, los que contribuyeron a que les fuera concedido el Nóbel «de la paz» a criminales de guerra como Henry Kissinger, Menahem Beguin o Simón Péres.

En palabras del revolucionario bolivariano José Martí «la palabra no es para encubrir la verdad sino para decirla» o, dicho de otra manera por el cubano Ernesto Vera en la inauguración del Encuentro contra el Terrorismo Mediático ya mencionado, «tenemos que organizar la verdad, porque la verdad está desorganizada, mientras cada vez se articula más la mentira».

Intentar descifrar y articular lo que se esconde tras esa súbita explosión de amor al Tíbet por parte de gobernantes y medios occidentales debe de ser parte de esa imprescindible organización de la verdad.

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