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Javier Ramos Sánchez Jurista

Presos, mentiras y cambios legales

Finalmente, toda esta tropelía jurídica no es sino un inmenso error que no sólo no evitará la emancipación política de Euskal Herria, en su momento, sino que además conllevará, inevitablemente, el pudrimiento y socavación de los fundamentos del propio Estado español

El denominado «caso De Juana» no es sino la culminación de todo un sistemático despropósito jurídico de origen político con el que la joven «democracia» española se está difuminando por completo en sus fundamentos para volver a ser lo que nunca pudo ocultar que era, la cara amable del mismo sistema franquista del que procede.

En efecto. Resulta paradigmático contemplar la transformación política acaecida en los últimos 30 años a la luz de las sucesivas reformas legales producidas en torno a la denominada «lucha antiterrorista», esto es, en la lucha contra la disidencia política e insurreccional vasca, fundamentalmente. No es ya sólo que la legislación antiterrorista franquista haya sido sucesivamente convalidada y complementada en la restricción de derechos de opinión y del detenido -básicamente el Decreto-Ley 10/1975, de 26 de Agosto- hasta incluirla en la legislación penal ordinaria, sino que las posteriores reformas legales se han dictado a golpe de testosterona gubernamental, evidenciando con ello la indudable naturaleza política del asunto tratado. Por eso mueve a risa, si no fuera tan grave, que tras 35 años de «democracia», haya que seguir legislando ad hominem cada vez que un preso político se halla en puertas de obtener la libertad que la misma ley anterior, ya endurecida, preveía.

Y es así que cuando el prisionero político puede por fin acceder a la libertad, luego de obtener las redenciones de pena establecidas en el código penal entonces vigente, como cualquier otro preso, hasta completar el límite máximo de privación de libertad de 30 años, límite también vigente entonces para cualquier otro penado con el texto penal de 1973, entre los 65.000 que actualmente puede haber en el Estado español, resulta que una hábil y premeditada campaña mediática consigue que jueces y políticos, a una, se conjuren para transgredir la ley, la propia y misma ley que ellos engendraron, tal como acostumbran a actuar los tahúres en las partidas de cartas, modificando las reglas en pleno juego.

Pero ¿por qué un gobierno que se dice democrático -un Estado en definitiva, pues a nadie se le oculta que es esta materia razón de Estado- se ve impelido a deslegitimarse de un modo tan grosero ante sí y ante cualquier instancia internacional seria? La razón es bien simple: porque no quiere, no puede o no sabe resolver el problema político que subyace en todo este entramado jurídico-penal y penitenciario. Y prefiere retorcer la ley sucesivamente, agravando las penas ad infinitum -la L.O. 7/2003 aumenta el límite máximo de cumplimiento de 30 a 40 años, lo que de facto resulta ser una cadena perpetua, nomen iuris del que, no obstante, huye el hipócrita legislador español como el diablo del agua bendita-, señalando límites absurdos a la concesión de la libertad condicional, al acceso al tercer grado... o bien aplicando una doctrina jurisprudencial ad hoc -es el caso de la Sentencia del Tribunal Supremo 197/2006, de 28 de febrero, en el denominado caso Parot- por la que, contradiciendo toda su anterior doctrina sobre la materia, se aplica al penado una limitación distinta que convierte en inanes sus consolidadas redenciones penitenciarias; todo ello, en definitiva, antes que reconocer su total y absoluto fracaso en la vía de la represión punitiva, con la que el Estado querría resolver aquella permanente y secular queja de los vascos: que son una nación y que tienen pleno derecho a decidir libremente su organización política, incluido, claro está, el poder constituirse en un estado soberano junto al resto de la comunidad internacional.

Por eso, De Juana representa cabalmente el fracaso más evidente de toda una política represiva -procesal, penal y penitenciaria, además de la ya intentada vía paramilitar- que no ha podido doblegar ideológicamente al conjunto de prisioneros vascos -interés último de toda política penitenciaria de Estado-, y esa su inminente salida de prisión con las mismas sustanciales convicciones con las que entró, saludado por su comunidad más cercana e intacto en su afán de trabajar por la independencia de su pueblo, es lo que lleva al Estado a la desesperación, y de ahí directo al error. Porque, finalmente, toda esta tropelía jurídica no es sino un inmenso error que no sólo no evitará la emancipación política de Euskal Herria, en su momento, sino que además conllevará, inevitablemente, el pudrimiento y socavación de los fundamentos del propio Estado español, y así caer en el abismo de su natural vacuidad identitaria, verdadera causa de todos los históricos males que le aquejan y del que han salido malparados los demás pueblos de la península, que han sufrido la desgracia de compartir avatares e historia común.

Porque, en fin, ya debe resultar sonrojante, hasta para el más dúctil y entregado jurista de cámara español, esa permanente reforma de la reforma, dirigida a que el último prisionero excarcelado no viva junto a, no se relacione con, no adquiera qué, no hable a, no mire, no respire... no encarne, en definitiva, la pervivencia de un conflicto político irresuelto. El problema para ellos es, dicho resumidamente, que el prisionero excarcelado no se arrepiente de las ideas que le llevaron a su cautiverio y no se deja asimilar por el poder político español. ¡Acabáramos!

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