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Antonio Alvarez-Solís periodista

La malaria y el Titanic

«El agua entra a raudales en el barco de los banqueros», afirma el autor como constatación de la crisis que afrontan los mercados financieros. Una crisis que algunos economistas venían anunciando con un argumento de peso: «El dinero no es más que un signo de intercambio y no una mercancía». Sin embargo, los mercados se han empeñado en negociar con el dinero en detrimento de otros valores más sólidos como los industriales, los servicios o el comercio, y el resultado no es otro que el naufragio de la nave «mientras jugaban al póquer los banqueros».

Tenían al fin que tropezar con el iceberg. Es imposible navegar por unas aguas que han sido congeladas por la desigualdad social, el afán bíblico de riqueza, la explotación de tantos pueblos, la corrupción laboral, los inducidos y disparatados consumos, la desorganización de la vida colectiva, la alienación de la calle, la impúdica falsificación de la democracia, la sacramentalización del dinero, la negación de la verdadera libertad... Tenían que tropezar con el iceberg. El agua penetra a raudales en la nave de los banqueros. El barco de los locos.

Hace más de treinta años vengo leyendo textos de economistas lúcidos que anunciaban la catástrofe. Libros que han sido acallados de una u otra forma. Economistas que se extienden en un amplio abanico desde el honesto saber burgués a la revolución necesaria. Desde Schumpeter a Baran. Todos avisaron de algo elemental y evidente: que el dinero no es más que un signo de intercambio y no una mercancía. Una mercancía muy peligrosa además por su alta toxicidad. La Bolsa se ha enfangado -aunque es fango en si misma- por negociar solamente con esa mercancía. Poco a poco fueron cayendo del gran menú los valores industriales, los negocios del comercio, la oferta sana de los servicios.

Todo enloqueció al convertirse en dinero, mientras se tapaba el desastre con frases huecas: la competitividad vaciada de cosas, el laberíntico invento del desarrollo sostenible, la oferta del triunfo a quienes ignoraban la tierra o la máquina. La dinámica económica se disolvió en un festival de números criados en la jaula de las gallinas ponedoras de futuros. Ya no valían las gallinas de paso a nivel, que mimaban el huevo con la ponderada digestión de las lombrices ¡Quite usted allá! La ciencia de la economía ha dejado de ser una ciencia moral en busca de modelos éticos para convertirse en puros estudios mercantiles elevados de nivel académico; en arte sofisticado de los balances, en trapisonda de la doble contabilidad.

Ahora hay que arriar los botes de la nave que naufraga tras la frase histórica de «este barco no lo hunde ni Dios». Pues se ha ido al fondo mientras jugaban al póquer los banqueros. Jugaban a ser Dios y ya no les importaba el dinero sino el poder vacío de sentido.

No bastará para tapar la brecha el largo billón de dólares que entre Gobiernos y organismos fabricados por esos gobiernos están transfiriendo desde el ya empobrecido consumo a las calderas poderosas que lo queman todo y lo convierten en números sin nada real dentro, como esas cosas asumibles por la ciudadanía a la que han decidido estrujar suicidamente. Quemar ciudadanía; en eso andan. Dicen que así se remontó la crisis que empezó en 1929 aunque la verdad es que solo se remedió con la Segunda Guerra Mundial, un mostrador de carnicería, asunto poco importante siempre, porque como dijo Napoleón al contemplar la mortandad de la batalla de Wagran, «eso lo resuelve París en una sola noche».

Pero esto no es el drama del 29. Es distinto. Entonces se hablaba keynesianamente de crear consumo, de abrir las ventanillas bancarias para despachar créditos a una economía que todavía creía en la producción de cosas. La minoría de siempre había abusado del dinero, pero la sociedad aún estaba poblada de fábricas que podían abrir, de tenderos convencidos de su oficio, de granjas que alojaban gentes que miraban las nubes y adquirían máquinas. Y ahora simplemente se transfiere dinero público a la trituradora financiera y no para que salga por las ventanillas sino para aplicarlo como torniquete en la gran herida bursátil. Hay que tapar la gran brecha.

Pero el agua sigue entrando en la sentina y si no hunde el barco hoy hundirá la sociedad mañana. Ni siquiera la guerra que me temo -entre otras cosas porque ya está en marcha- va a salvar la situación. La mecánica bélica como remedio ya no funciona. El tiburón financiero lo ha devorado todo. Cierto que proliferan los escudos americanos antimisiles y que Rusia anuncia un rearme para la posible guerra de las galaxias, pero en esta ocasión la capacidad multiplicadora de la guerra moviliza un potencial económico muy inferior al que precisa el colectivo social. Antes se hicieron guerras para la reconstrucción del sistema -¡triste cosa!-, pero las guerras de ahora no superan el umbral de la destrucción. Los reyes Midas no aciertan a digerir el oro que les han concedido desde los Estados en una abierta corrupción de la estructura política.

Algo habrá que hacer. Parece que el futuro apunta consoladoramente por esa trocha. Decía Schumpeter, y cabe repetirlo una vez más, que él había nacido burgués y de amor liberal en lo económico, pero que el futuro demandaba socialismo, bienes colectivos, ajuste orgánico de la economía en nichos dominables por el hombre. Desde mi covacha así lo creo también. Mas para alcanzar de verdad tan confortador socialismo habrá que eliminar paradojalmente a los socialistas, que velan las armas de los neoliberales. Desdichada época ésta en que los dirigentes de la llamada izquierda acuden cada mañana con urgencia a la Bolsa por ver si pueden salvar al «Titanic».

Algo habrá que hacer, efectivamente. En primer lugar, recobrar la calle con el voto y la presencia populares, porque la vida no se guisa si no se posee la cazuela de la política. Valga este párrafo de Chantal Mouffe en «El retorno de lo político»: «Hoy, la ilusión liberal de que la armonía pueda surgir del libre juego de los intereses privados y de que la sociedad moderna ya no necesita virtud cívica, ha terminado por mostrarse peligrosa, pues pone en tela de juicio la verdadera existencia del proceso democrático. De aquí deriva la necesidad de una nueva cultura política que reconecte con la tradición del republicanismo cívico y restaure la dignidad de la política».

Convencido de ello torno todas las mañanas mi vista hacia la batalla latinoamericana, que pretende una economía de cosas basada en la fraternidad y la igualdad para los seres que precisan de esas cosas realmente. Sobre estos nobles experimentos caen todos los días dicterios e ironías perversas y, lo que es más grave, el quehacer criminal de los conspiradores que están uncidos a los poderes que ahora han perdido ostensiblemente su sacralidad y dejan al desnudo las llagas morales que padecen. Supongo que dada la situación por la que pasan esos poderes perversos, que han contaminado de falsedad tanto la democracia como la libertad, meditarán sobre la carcoma que ha quedado escandalosamente al descubierto.

Creo que el primer objetivo liberador para el avance democrático consiste en protegernos del deslumbramiento ante quienes se presentan como los protagonistas del único mundo posible. Esos tales han triturado la economía liberal de que se sirvieron en tiempos y se han echado al monte, como suele decir, en frase acariciada, el alcalde de Bilbao. Y luego hay un segundo objetivo: rechazar de pleno esa economía del «laissez faire, laissez passer» a cuya sombra los elegantes piratas del Caribe se han apoderado del dinero colectivo fingiendo dogmas como el llamado crecimiento sostenible. Han mentido e incurrido en un gravísimo delito social: la captura del Estado y la destrucción de la verdad. No busque la ciudadanía otro lenguaje para salir del túnel. Quien a estas alturas admita la validez del sistema es cooperador necesario de una destrucción delictiva.

Estaba en las boqueadas del artículo cuando llega a mis manos otra grave cuestión, pues conlleva muerte. Todos los años fallece un millón de seres víctimas de la malaria. Según los expertos erradicar esa enfermedad costaría cinco mil millones de dólares. He hecho cuentas.

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