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Fermín Gongeta Sociólogo

Dogmatismo papal y papado jurídico

Fermín Gongeta aprovecha la reciente visita de Benedicto XVI a París para recordar los elementos más oscuros y negativos de la religión, desde su ansia de dominio y poder hasta su hipocresía. Al mismo tiempo, denuncia el intento por parte de la Iglesia católica de recuperar el terreno perdido en la esfera pública y las maniobras destinadas a apuntalar su relación preferencial con el estado. Si bien en el caso francés eso supone un retroceso, «el Estado español no necesita retroceder en democracia ni volver al redil del catolicismo que nunca abandonó».

Era toda una losa de mil pedruscos la que me aplastaba el cerebro y el corazón. Los diez mandamientos de Dios, los cinco de la Iglesia, las obras de misericordia, las bienaventuranzas, los pecados capitales, el credo, el ave maría, el padre nuestro, los sacramentos, y para colmo el rosario con sus quince misterios, los dones y los frutos del Espíritu Santo. Todo eso estaba en el catecismo y había que aprenderlo de memoria, con puntos y comas.

Era una losa. Y, sin embargo, a base de repetirlo, aquel vago e inútil contenido iba entrando en mi cabeza. ¡Había que saberlo y entenderlo! Saberlo lo conseguía malamente, pero entenderlo no. Aquel cúmulo de palabras ininteligibles: largueza, templanza, fornicar, longanimidad, gracia de Dios, resurrección de la carne... eran demasiado para mi mente.

A pesar de todo, aquello no era lo peor. Lo más violento e incisivo eran el mismo Dios y los novísimos, lo de la muerte, juicio e infierno. La presencia constante del Dios invisible, pero panóptico, que todo lo veía, incluso mis más profundos, ocultos e impenetrables pensamientos. Ese Dios, juez y ejecutor de sentencias, que no me dejaba pasar ni una, y que a la mínima me condenaba eternamente al fuego del infierno. En cada acto me jugaba la eternidad. Miedo, maldición, muerte, infierno, y las llamas del purgatorio del que, al parecer, nadie se libraba.

Luego, junto al Dios implacable, me quisieron enseñar al Dios bondadoso, que decían que me quería. Nunca pude compaginar a los dos dioses, que me conducían a la auténtica esquizofrenia. Además del miedo, del terror, la Iglesia católica quiso introducir en mí la locura.

La figura del triángulo con un enorme ojo en medio, visualización absoluta, vigilancia permanente hacia mi persona, nacida en pecado y merecedora, salvo sentencia contraria e imprevisible, de los mayores tormentos. Si eso no es sadismo, si no es esclavitud... si no es afán de dominio y de poder...

La iglesia católica intenta desde antiguo que la humanidad entera esté dominada por el miedo a las sanciones, si no en este mundo, cosa que consigue con frecuencia, al menos en el otro, tan futuro como inexistente. En ese miedo del pueblo reside su fuerza.

Muchos son los que han dedicado sus páginas a la hipocresía religiosa. Lo hizo Molière en el siglo XVII. El personaje de su obra teatral, Tartufo, se ha convertido, incluso para el diccionario de la Real Academia de la Lengua, en sinónimo de hipócrita y santurrón. «La virtud -de Tartufo- se consuma en el amor al prójimo: sabe que la riqueza suele corromper al hombre y, por pura caridad quiere desposeeros de todo aquello que puede ser obstáculo a vuestra salvación» (Acto V, 5).

Durante el oficio celebrado en París el 12 de setiembre, Benedicto XVI «ha hecho un llamamiento a la sociedad para que `huya' de los `ídolos'. Entre estos ha señalado `el dinero, la sed de poseer, de poder, incluso de saber, ¿no desvía al hombre de su verdadero fin?'» (www.rtlinfo.be).

«El papa llega a Francia a costa de un enorme despilfarro. Poco antes, los obispos franceses acababan de soportar grandes pérdidas en Bolsa, 600.000 euros».

«La nota del viaje del papa a Francia ha sido disparatada. 1,5 millones de euros por las 24 horas pasadas en París, y 1,8 millones por las 40 horas pasadas en Lourdes. Sin contar lo que le ha correspondido al Estado para garantizar su seguridad...» («Euskal Herriko Kazeta», 2008-09-13).

Leyendo lo publicado sobre el viaje de Benedicto XVI a Francia, junto a la obra de Molière, se puede concluir que el Papa está teniendo un comportamiento de gran Tartufo, especialista en hipocresía religiosa que predica lo que su actitud pública desmiente. Le falta, tal vez aprender del Tartufo de Molière que «el mal existe siempre en su divulgación; el escándalo es el que crea el pecado, pues pecar en silencio, es como no pecar» (Acto IV, 5). Y en estos momentos no es razonable ser ostentoso.

Por su parte, el presidente Nicolás Sarkozy, parece haberse leído el trozo más sangrante del diputado francés Paul Bert, ponente en 1880 del proyecto de la laicidad: «Porque soy librepensador, porque me burlo de Dios y del diablo [...] reconozco la necesidad de una religión que, como decís, entretiene la imaginación del animal humano a quien se explota, haciendo creer a los obreros que la miseria es el oro con que se compra el cielo, y que el buen Dios les ha concedido la pobreza para después reservarles el reino celestial como herencia».

Resignación y miedo. No es de extrañar que León Trotski definiera la democracia francesa, tras la revolución de 1789, como la de un «cristianismo secularizado», «abstracciones de la democracia, expresión y justificación para los fines y objetivos de la sociedad burguesa».

Con la visita del Papa a París, tanto el representante de la Iglesia católica como Nicolás Sarkozy, no en vano nombrado Canónigo Honorífico de San Juan de Letrán, intentan que la ideología católica impregne de nuevo la vida ciudadana. No otro significado tiene la declaración y acuerdo, por ambas partes, de abogar por una laicidad positiva, que parece traducirse como una mejor comprensión entre Iglesia y Estado.

París retrocede así tres siglos hacia la religiosidad del Estado.

El Estado español no necesita retroceder en democracia ni volver al redil del catolicismo que nunca abandonó. Lejos de ello, la persecución de las ideas críticas continúa avanzando como en épocas inquisitoriales. La Iglesia católica adoctrina e interpreta, y es el brazo secular quien se ocupa de los trabajos sucios de la persecución sistemática: «El Tribunal Supremo español ampara a la Iglesia contra los apóstatas» (GARA 2008-10-01). Los ficheros de los bautismos no pueden ser modificados ¡Faltaría más!

Es el papado jurídico de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo que transforman en sagrados todos los asuntos de que se ocupan. La Iglesia y el Estado se hallan unidos por el vínculo más sagrado, el del interés de la sumisión ideológica. Como indica Dominique Rousseau («La democracia continúa». El debate, 1996) «El fetichismo jurídico, que transforma en objetos sagrados las decisiones de las instituciones del sistema político, no puede encontrar lugar en un modelo de democracia que busca destruir toda trascendencia, solemnidad e importancia».

Son expresivos los versos de Rubén Darío: «Roma cambia, encarece, regatea,/ y cotiza, y pregona, y alardea;/ vende la absolución y la permuta:/ ¡constante prostituta!».

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