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Crónica | Desde Gori, Georgia

Cuadro de una postguerra

La inconfundible figura del que durante décadas dirigió la vida de millones de soviéticos todavía preside la plaza del Ayuntamiento de Gori, ciudad natal de Stalin, georgiano para muchos y oseto para pocos. Curiosamente, a sus pies se concentra un convoy de camiones de la Cruz Roja, algo inimaginable a ojos de aquél que mantuvo bajo un estricto control cualquier injerencia occidental en su dominio.

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Ricard ALTÉS Colaborador del Gabinete GAIN

Más de un mes después del bombardeo y la ocupación de Gori por parte de las fuerzas armadas rusas, la ciudad no ha recuperado el pulso. A pesar de los esfuerzos para su reconstrucción, todavía se vislumbran vestigios del conflicto, no sólo en los rostros de los vecinos que han vuelto a Gori, sino sobre todo en algunos puntos de la ciudad. El barrio situado a la entrada de Gori, donde se ubican los edificios que más sufrieron el impacto de los obuses rusos, parece el resultado de una transacción inmobiliaria, dado el perfecto estado en el que se halla, con fachadas pintadas y marcos de ventana nuevos. Estos se reproducen en la gran mayoría de edificios de la ciudad que sufrieron la onda expansiva del bombardeo. Al parecer, ha resultado ser un sospechoso negocio lucrativo para algunos.

Las autoridades se han apresurado, y mucho, en renovar lo antes posible los desperfectos, afirman que es una forma rápida de olvidar todo lo ocurrido. Pero la población no lo tiene tan claro. Saven, ex jugador de fútbol y actualmente subdirector del destartalado estadio de Gori, fue de los pocos que, junto con su hijo Dato, permanecieron en la ciudad para defender de un posible saqueo su modesto piso de la calle Tsereteli, su única propiedad. Afirma que los soldados se comportaron correctamente, que no hubo ningún tipo de abuso, pero el ambiente era tenso. La población repartía tabaco y comida a los soldados, en una insólita fraternidad entre ocupados y ocupantes. Posteriormente, con la retirada del Ejército ruso, la población empezó a volver a sus casas. Rusiko, la mujer de Saven, también volvió, pero vive con el corazón en un puño y toda la familia muestra caras de preocupación por el futuro. El conflicto, afirman, no va a terminar aquí.

Refugiados

En la carretera que une Gori con Karateli, cerca de una enorme base militar georgiana, las excavadoras trabajan día y noche para construir viviendas nuevas para alojar a la población desplazada y que sigue en tiendas de campaña en el campo de refugiados de Gori, a escasos cuatrocientos metros del centro de la ciudad. Este campo es el vestigio más evidente de que aún hay mucha gente que no puede volver a sus casas por miedo a represalias de las milicias osetas y que no tienen más remedio que empezar una nueva vida a escasos kilómetros de su lugar de nacimiento.

Vazha es un dicharachero georgiano de Kveshi, a 12 kilómetros de Gori y a pocos metros de la frontera entre Osetia del Sur y Georgia. «Desde que terminó el conflicto y volví a mi hogar con mi mujer, hijo y nuera, salimos poco de casa. Tenemos un huerto que nos da lo suficiente para comer». Por desgracia, sus dos hectáreas de tierra, que antes le proporcionaban un buen sustento, se hallan cerca de la carretera que cruzaron los tanques rusos: «A su paso se llevaron todo lo que había en el huerto, incluso robaron la fruta que todavía no había madurado, se comportaron como auténticos tártaros». Antes del conflicto vendía más del 85% de sus manzanas, peras y tomates a comerciantes osetos, mantenía buenas relaciones con ellos. Pero eso se ha terminado, son pocos los que confían en volver a mantener relaciones cordiales con sus vecinos osetos.

La avenida principal de Gori está coronada por la casa museo de Stalin. Natia, la jovencísima y siempre hospitalaria directora, anuncia cambios. ¿Desaparecerá el museo? Natia afirma que el conflicto ha supuesto un gran impacto para toda la población de la región de Gori y se estudia la posibilidad de abrir una sala dedicada a las víctimas de la guerra relámpago de agosto. El museo, que conserva el espíritu soviético, es un claro vestigio del pasado en el que se ensalza la personalidad de Stalin y, por supuesto, se olvida a las víctimas que sufrieron bajo su puño de acero. Parece que el único gesto por ahora probable es que se retire el monumento dedicado a su persona.

Al anochecer, la ciudad se recoge lentamente. A los pies de la estatua de Stalin se reúne un grupo de bomberos que me acogen con efusión y me invitan a tomar cerveza al grito de ¡Sakartvelo gaumardjos! (¡Viva Georgia!). Guio, el jefe, originario de Tbilissi, rezuma constantemente insultos contra el culpable de todas las desgracias que está sufriendo su país, y con gesto irreverente y lleno de orgullo, como si de un acto religioso se tratara, se gira, se postra a los pies de la fría estatua de Koba, se desabrocha la bragueta y en medio de risas vandálicas deja fluir su incontinencia física y verbal.

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