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Alfonso Sastre Escritor y dramaturgo

Para pacem (y V): ¿Una causa perdida?

La verdad, llegados a este punto, es que hay razones fundadas para caer en el pesimismo más desolado cuando se trata en serio de acometer un proyecto de paz en una situación como la nuestra; proyecto de paz que sólo sería viable en una verdadera democracia, de la que nos hallamos ciertamente muy lejos, de manera que habría que recorrer un gran camino antes de llegar a considerar la posibilidad cercana de planteamientos que tendrían que partir de una reforma de la Constitución Española. El que un modesto proyecto, como el de Ibarretxe, de celebrar una mera consulta popular a los vascos sobre su destino, haya topado con las barreras, infranqueables al parecer, de las instituciones españolas, hasta convertir dicho proyecto en imposible y casi delictivo, forma parte de esas razones para el pesimismo, dado que la paz, efectivamente, sólo sería posible en una situación democrática, en la que la «unidad de España» no fuera un fetiche ahistórico «garantizado» por el Ejército.

¿La paz es, pues, imposible para nosotros? ¿O (y a ello vamos, a plantear las cosas tales como en nuestra opinión son) está imposibilitada, hoy por hoy, pero las cosas pueden cambiar?

Entre las razones más generales que existen para el pesimismo está, desde luego, las que aporta la experiencia histórica de que cuando en las urnas de las «democracias» se produce un resultado «revolucionario» -como lo fue, entre otros muchos ejemplos, el triunfo de la Unidad Popular en Chile, y hoy lo son los casos de Venezuela o Bolivia, procesos ya muy amenazados-, ese resultado es inmediatamente puesto en entredicho por los pretendidos demócratas, y, desde luego, por el imperialismo norteamericano, y, en definitiva, se procede a intentos de demolición que, por seguir con el ejemplo de Chile, pueden cristalizar en golpes de Estado; o en guerras civiles, como fue el ejemplo memorable de la destrucción a sangre y fuego de la segunda república española. (Hoy la Constitución, al poner el Ejército en la posición de garante de la «Unidad de España», ahorraría a las fuerzas armadas el papel de «alzarse» contra el sistema político vigente, la monarquía «juancarlista», o sea, posfranquista. Las cosas quedaron, ciertamente, «atadas y bien atadas» por el Caudillo Franco). ¿Así pues, estaríamos ante «una causa perdida»? Veamos, veamos.

Muchas veces he defendido yo causas perdidas (que yo sabía perdidas). Por ejemplo, intenté hacer un teatro antifranquista -¡un Teatro de Agitación Social!- en pleno franquismo, haciendo como si la censura no existiera. ¿Pero hoy cuál es realmente la situación?

Esta, en la que ahora me considero implicado, de la libertad de Euskal Herria, ha tenido desde siempre todo el aspecto de ser no sólo una causa perdida sino una causa de perdición para quienes se ponen a su lado.

¿Y qué?

Vale, vale: aceptemos dialécticamente que ésta fuera «una causa perdida», dado que los «efectos» de esta causa (la paz, la independencia) no se pueden conseguir, y eso parece estar claro, ni con armas ni sin ellas; o sea que de ninguna forma. Pero valga también que se acepte que el hecho de que yo haya sido defensor de causas perdidas no implica que acepte ser masoquista, amante del sufrimiento y de la angustia.

¿Qué es lo que ocurre entonces, lo que me explica a mí mismo mi propia posición , aunque ésta sea la de «un ciudadano sin importancia», como ha dicho de sí mismo Antonio Álvarez Solís en esta mismo periódico? Pues lo que ocurre, aunque parezca contradictorio, es que las causas perdidas también pueden ser ganadas, lo que en este caso no creo que sea una contradicción sino que me parece una de esas paradojas de las que está llena la realidad. ¿Y cómo es eso? En virtud -respondo con convencimiento- de los giros cualitativos, de las sorpresas a veces gratas y de las inflexiones inesperadas que se dan alguna que otra vez en la Historia. (Un escritor dijo, exagerando un poco las cosas, que «siempre ocurre lo inesperado»).

Así pues, el mensaje, que podría expresarse con la frase: «No seamos pesimistas ni optimistas sino todo lo contrario» consiste en decir «no» tanto al pesimismo desolado como al optimismo convencional propio de muchos políticos; pero sobre todo contra aquella expresión tan demoledora que dice que «un pesimista es un optimista bien informado».

Pero, ¿qué es verdaderamente un pesimista? Alguien lo definió como aquella persona que sujeta sus pantalones con un cinturón y unos tirantes, y aún teme que esos pantalones se le caigan. Algo de eso hay, pero es un entendimiento superficial; también es superficial decir, como se dijo en el 68, que hay que ser realistas, «o sea, exigir lo imposible». Yo, en otros tiempos, fui tan superficial en mis propias reflexiones al pedir, como pedía, que «no seamos optimistas, porque sabemos que todas las cosas no son óptimas, ni pesimistas, porque también es cierto y lo sabemos que no todas las cosas son pésimas».

¿Se puede decir por fin algo que sea un poco más serio? Pienso que sí, y ello sería con referencia a un nuevo entendimiento de la noción de utopía que formara parte de un nuevo pensamiento socialista. Según este nuevo entendimiento, moderno, que nos alejaría venturosamente de las polémicas del siglo XIX, nuestra utopía a la altura del siglo XXI, se podrá resumir en la siguiente forma: «Posibilitemos lo imposibilitado hoy, ya por el nivel actual de la ciencia y de la tecnología, ya por los intereses propios del sistema capitalista a la altura de nuestro tiempo».

La independencia de Euskal Herria con relación a sus metrópolis no es una realidad imposible sino una realidad, hoy por hoy, imposibilitada. Nuestro programa para la paz es la primera fase de este programa, tan difícil como hemos tratado de explicar sucintamente. La independencia vendría -o no, si los vascos no lo desearan- después.

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