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Eszenak

Qué aplaudimos cuando aplaudimos

Josu MONTERO

Escritor y crítico

El aplauso es una de las convenciones teatrales más establecidas e incuestionadas. Cuando la función termina, los espectadores aplaudimos; más o menos, eso sí, según cuánto nos haya gustado la representación; o según la magnitud de la estrella, casi siempre televisiva, que la ha protagonizado; o dependiendo de nuestro grado de amistad con la compañía. Aplaudimos el trabajo, la esforzada labor de los actores, que salen a saludar agradecidos y ya ellos mismos, liberados sus cuerpos y sus rostros de los personajes que les habían poseído. Aplaudimos, si ha habido suerte, ese arrebato al menos pasajero que tal vez la obra ha propiciado en nosotros. Aplaudimos por mero formalismo, porque es lo que se espera que el público haga. Antaño se pateaba, se silbaba. Ya no. Ahora el teatro es ante todo Cultura, y la Cultura hay que respetarla y venerarla, aunque esté vacía o nos aburra.

¿Pero por qué aplaudimos realmente? En algunas ocasiones, al finalizar la función no he sentido ningunas ganas de aplaudir, y no por desagrado, qué va, precisamente por todo lo contrario. Hay veces en que no tiene ningún sentido el aplauso final; tiene mucho más sentido el silencio, un silencio que mantenga y preserve todo lo posible ese tiempo escénico que acaba de concluir, que incluso permita que eso perviva cuando salimos a la calle, y que nos lo llevemos a casa. Creo que, en no más de un par de ocasiones, he asistido al insólito y honesto hecho de que los actores no hayan salido a saludar. Hay pocas cosas tan sobrecogedoras como ese silencio perplejo, esos tímidos aplausos no secundados y que pronto cesan, y ese vacío en el escenario. No hay nada que celebrar. El teatro ha superado el espectáculo para erigirse en otra cosa. Esto no ha sido un paripé, un truco, un trabajo que valorar, un sueño del que despertar. Esto es; no ha sido, lo sigue siendo. No ha acabado.

Probablemente el aplauso final no sea sino un borrón y cuenta nueva. Hasta aquí el teatro y desde aquí la realidad. Aplaudo, me olvido de todo lo que ha pasado aquí y puedo volver de nuevo a mi mundo. Parece que a través del aplauso el público es exonerado, eximido de toda responsabilidad en lo que allí acaba de suceder. Aplaudiendo lo convierte en algo exterior, ajeno. El aplauso nos pone a distancia el drama; nuestro cuerpo expulsa todo lo que podía contagiarle, quedarse ahí, asimilar; a lo sumo quizá permanezca en forma de ideas que nos ronden un rato por la cabeza.

Hace ya más de cuarenta años, Peter Handke intentó desmontar un buen montón de las convenciones dramáticas en su «Insultos al público». No se olvidó del aplauso. Probablemente la mayor de sus afrentas al público consistiera en condenarle al silencio final. Cae el telón pero vuelve inmediatamente a levantarse con los actores en el escenario mirando al frente e inmóviles mientras suena un ensordecedor estruendo pregrabado de aplausos y silbidos. «El público será reducido al silencio por este tratamiento de shock, si es que acaso no estuviera ya en silencio. Los gritos y aplausos no ceden hasta que el último espectador ha abandonado la sala. Sólo entonces cae, definitivamente, el telón».

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