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Antonio Alvarez- Solís Periodista

Mis primeros ochenta años

En 1925 la Editorial Atlántida publica las memorias de don Emilio Gutiérrez-Gamero con el título que encabeza este artículo. Ahí estoy yo, en los primeros ochenta. Don Emilio hubo de exiliarse a París, tras ser diputado en la I República española, con su mujer, dos hijos y dos mil pesetas en el bolsillo. Algunas personas me preguntan con afecto cómo soy aún comunista y cristiano trashumante y discretamente pobre a esos años. Pues eso soy al culminar mis primeras ocho décadas, además de republicano entusiasta y callejero.

«¿Sigue creyendo usted -me apremió hace unos días un antiguo cónsul de Cuba- que la revolución aún es posible?». Pues sí. Es más, sostengo que la revolución reverdece a pesar de los blindados fascistas y de sus cohetes y policías. El parto está siendo duro y prolongado. El mundo del futuro se está construyendo con huesos de niños, con sangre de mujer y con el dolor de los trabajadores. Todo cambio revolucionario tiene esas cosas en sus cimientos. ¿Por qué? Dios dijo, indudablemente en un momento de enfado al ver que Adán y Eva le robaban la fruta, que pariremos con dolor y Marx -a quien sigo con perseverancia- que «la violencia es la partera de la historia». No suelo mezclar mucho a Dios con Marx a fin de no introducir demasiado semitismo en el discurso verbal, pero las frases están ahí, debidamente confirmadas.

Pero ¿por qué creo en el acontecimiento revolucionario a la vista de lo que sucede? Esta es la cuestión. Llevo cincuenta años dándole vueltas al asunto, ya que siempre espero haberme equivocado en el cálculo y regresar así, con justificación moral -es decir, sin sensación de deslealtad a mi credo rojo-, a la confortable burguesía de mis mayores, que eran gentes de sombrero, bigote kaiseriano, chimenea de leña sólida y progresismo ingenuo y de buena fe. Eran gente decente y hablaban siempre con orgullo de «sus obreros». Porque realmente eran suyos. Pero los datos que manejo siempre me devuelven a mi compromiso revolucionario, que bien me pesa en cuanto a inconfortabilidad material, sin pesebre alguno.

Mas repito: ¿por qué sigo creyendo en la revolución, cuya luz aún borrosa detecto entre la hojarasca? Me dicen también que si el fracaso de la Unión Soviética no me sugiere nada acerca de la imposibilidad de un socialismo real, al que tanta pugnacidad oponen también esos socialistas que administran la finca del amo.

Y ahí es cuando aparece la fe que me sostiene en estos primeros ochenta años. Verán ustedes. Las verdaderas revoluciones, no la zaragata del 68 francés, poseen siempre dos fases, si la historia no miente. En la primera, y mediante una etapa sangrienta -no por deseo de los revolucionarios sino por la brutalidad de los contrarrevolucionarios, que no aceptan democráticamente la expresión popular- se edifica el edificio de los cambios, que ha de levantarse, empero, con los materiales del Sistema a extinguir, por lo que la prima Revolución vive con argamasa prestada, como los conceptos culturales, el enramado institucional y la óptica acomodada por lo existente. Es, pues, una etapa contradictoria, agusanada por un contenido psicológico o sobreestructural o llámenle como quieran, que está enraizado en el alma de la población que ha de ser revolucionada. Este contenido cultural es el que malogra siempre esta primera etapa revolucionaria, que acaba por quebrar ante el poder de lo establecido fuera y dentro del ser humano. La revolución francesa es un ejemplo de lo que digo. Los sans culottes tomaron la Bastilla, pero eso no les sirvió para poseer la revolución. El contenido monárquico estaba encastrado en la burguesía y era su momento. La burguesía volvió, pues, a regresar los reyes, que incluso restauraron la monarquía cesarista del Congreso de Viena e hizo que los burgueses, con su dinero triunfante, demostrasen que la revolución jacobina, incluida la guillotina urgente, era una barbaridad histórica. Ya entonces se difundió la doctrina de que el hombre era lo que era y seguiría siendo así. Pero la Revolución había calado en el espíritu ciudadano asentando otro tipo de conciencia -que era la liberal burguesa- y retornó pacíficamente, tras los veinticinco años absolutistas, con sus parlamentos y su cabaret, que habían roto los muros de la corte inapelable. Ya no hacían falta la guillotina revolucionaria ni los reyes absolutos dado que el pueblo había tornado al suburbio y andaba sudando en los talleres metalúrgicos y las tejedurías para fabricar el amo rico. La Revolución había facilitado el necesario caudal de sangre nueva y revolucionaria. Era la hora burguesa.

L uego, al correr de los años -¿cuántos? Que lo diga ese chico de la tercera fila del segundo curso de historia, que no lo va a saber-, repito: luego, al correr de los años, sucedió la Revolución soviética. Y tras un gran experimento protocomunista fue devorada por la burguesía, que había transitado ya hacia el fascismo; pero dejó raíz. También los comunistas fueron víctimas de una revolución hecha con inevitables contenidos culturales paradójicamente adversos. Los materiales que había. Eran comunistas de vanguardia y veían la espléndida fase histórica del colectivismo; pero la veían en lontananza y como dice el emperador Adriano, en sus memorias escritas por la Sra. Yourcenar, «tener razón antes de tiempo es una forma de equivocarse». Pero siguieron en el empeño revolucionario, porque siempre hay que tener razón antes de tiempo para cambiar el mundo -a eso llaman utopía- ya que si no se juega esa carta la razón nunca sirve para nada. El caso es que el socialismo real desapareció de la superficie social, pero no del alma de los trabajadores que, pese a Bruce Springteen y demás estrépitos, están aprendiendo con claridad que si no se pone en funcionamiento un mundo con valores y mecanismos colectivos todos acabaremos en la granja de Orwell.

Es decir, cuando llegue el momento ya no hará falta acosar a la burguesía con ninguna clase de violencia, dado que entonces o se es comunista en lo social, e incluso cristiano en lo espiritual, o los fascistas seguirán explotando su fast food con hamburguesas hechas de sangre, sudor y lágrimas. Esto es, para no alargar mucho el catecismo: que la revolución adobada por el Sr. Marx retornará como una lógica ya asumida que nos invitará a justicia, igualdad y fraternidad, eslogan en que los Sarkozys del momento picotean aviesa y retóricamente por ver si pueden alargar su desastre tan magnífico, como decía Zorba el griego ante la destrucción que cubría el horizonte.

Resumamos: las revoluciones son como el Guadiana, que corre sólidamente por la superficie y de súbito se oculta en el seno de la tierra para madurar agua distinta, porque nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, como postuló Heráclito, si mi memoria no me es infiel, ya que uno no puede estar en todo y a la vez caminar por el laberinto intelectual del Sr. Rodríguez Zapatero.

En mis primeros ochenta años he llegado, como se ve, a conclusiones de una gran simplicidad -como me dirían seguramente los maestros en reducir cabezas en los talleres jíbaros de unos determinados peneuvistas-, pero conclusiones que, pese a su apariencia de andar por casa, me parecen razonablemente sólidas. Intuyo que los regímenes de carácter colectivista empiezan a revivir en países que tienen un alma conservada intacta durante un silencio de siglos y que la era de Washington se acaba, en parte por autofagia. De cualquier forma esto que afirmo necesita algunos años más para certificarse como realidad. Cuando eso ocurra les dedicaré otro ladrido para resumir mis segundos ochenta años. Los que vivan entonces piensen en mí si ven un perro meneando la cola.

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