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Anjel Ordóñez Periodista

Alejandría, Babelplatz, Barañain

Cuánto ha avanzado el mundo, en la Edad Media me habrían quemado a mí!», exclamó Sigmund Freud cuando llegó a sus oídos que las autoridades nazis habían ordenado incinerar sus libros. Las enormes piras de obras escritas por judíos -entre ellas, las del insigne neurólogo checo- ardiendo en la Babelplatz berlinesa se han convertido, quizá por recientes, en uno de los mayores iconos de la censura. Aquel 10 de mayo de 1933, más de 20.000 volúmenes fueron pasto de las llamas avivadas por miembros de las Juventudes Hitlerianas y sicarios de los camisas pardas (SA) como respuesta a las soflamas de Joseph Goebbels, el siniestro ministro de Propaganda, el amigo íntimo del Führer, el autor de los once principios que muchos expertos ubican en el origen de la propaganda moderna, y cuya esencia se concentra en el sexto: «La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente, sin fisuras ni dudas», o en su forma lapidaria: «Si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad». ¿Les suena, verdad?

Goebbels no inventó nada, simplemente lo sistematizó. Ni siquiera la combustión literaria fue un engendro suyo. El emperador chino Qin Shi Huang ordenó la quema de libros y el asesinato de académicos doscientos años antes de que naciera Cristo; agonizando el siglo III, Diocleciano destruyó todos los ejemplares sobre alquimia que se encontraban en los anaqueles de la mítica Biblioteca de Alejandría; y ya en el siglo XVI, los musulmanes que vivían en la península fueron obligados a arrojar los libros escritos en árabe a las hogueras purificadoras.

Y, como a los asesinos en serie de las películas yanquis, a los «padres» de la censura les salen imitadores, aplicados aspirantes a emular -¿por qué no superar?- a los grandes del género. Son mentes complejas llamadas a cumplir elevadas misiones, guardianes redentores de la procelosa reserva espiritual del poniente, caballeros templarios de los once principios... o concejales iluminados por la luz de la hoguera que limpian, como Diocleciano en Alejandría, sus bibliotecas de códices herejes.

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