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José María Pérez Bustero Escritor

No te enamores de mi sufrimiento

 

Aquellos que estamos inmersos en la realidad de nuestro país llevamos en las vísceras tres grandes cuestiones que nos afectan desde hace décadas. Y aunque podríamos por ello mismo imaginar que las tenemos perfectamente analizadas, las alteraciones del proceso nos obligan a palparlas de nuevo.

La primera de esas cuestiones es la guerra desplegada por ETA. Hace 50 años un grupo de vascos decidió tomar las armas contra los estados dominantes. Era la época de las guerras de liberación nacional de las colonias a lo largo del mundo y resolvieron, ellos también, seguir ese camino. El enfrentamiento generó entre la ciudadanía vasca todo tipo de actitudes. Para algunos suponía devolver unos trozos de sangre, destrucción y lágrimas a quienes tenían copado el País Vasco. Para otros constituía una inmoralidad, un error o un coste excesivo. Y en ese contexto de respeto, crítica, temor u horror se sucedieron los atentados, la respuesta policial-parapolicial-judicial y penal, los contactos y conversaciones con delegados de los gobiernos, las treguas y las propuestas de pasar el protagonismo político a los ciudadanos vascos.

¿Qué gran cambio se ha producido en estos últimos tiempos? Una vez que la doctrina política de los estados occidentales ha asumido el concepto de terrorismo para calificar toda rebelión armada, el estado ha intensificado la guerra total. ¡Guerra total! En la historia bélica suele situarse la aparición de esa forma de hacer la guerra en el año 1864, con el general Grant, durante el conflicto de Secesión de Estados Unidos (1861-65). Lincoln nombró a Grant comandante de todos los ejércitos de la Unión, contra los confederados del sur, y dicho militar entendió que no se vencería a los sureños si la guerra se ceñía a pugna entre ejércitos. No bastaba ganar batallas; había que destruir casas, granjas y ferrocarriles. Y desde entonces, junto a los enfrentamientos armados, los del norte arrasaron los territorios sureños como parte esencial de la guerra.

Desde entonces la guerra total pasó a ser habitual en toda contienda. Y, aunque sea en otra dimensión, igualmente se está procediendo ahora contra los secesionistas vascos. No hay que buscar la victoria en una pura estrategia contra ETA; hay que arrasar todo lo que sea estructura cultural, social, política de quienes se hallen y muevan en territorio enemigo. Ilegalización progresiva y global, detenciones, cierre de estructuras, veto de expresiones afectivas y hasta de recuerdos. Se supone que, una vez desarbolada toda actividad colectiva, quedarán únicamente los sentimientos, pero sólo como hecho individual, no como oposición política. Evidentemente, este arrasamiento, que da otra dimensión a la crueldad de la guerra, obliga a ETA a una difícil reconsideración de tácticas y medición de su eficacia, y provoca una revisión de los sentimientos en la ciudadanía vasca.

Desde ese riesgo de demolición, y con la perspectiva de los resultados obtenidos en esas décadas, se presenta con nuevo relieve la cuestión vasca esencial, que es la construcción nacional. Desde luego, está ya en marcha y con notables resultados, pero hemos estado tan afectados por el enfrentamiento y la represión que la tarea es todavía inmensamente grande e inmensamente mejorable.

Hay dos campos básicos. El primero es la urgencia de conocer-reconocer-asumir nuestra realidad e identidad global. No la de nuestro pueblo, de nuestro valle o de nuestro sector social, sino la del entero territorio. No basta tener la conciencia de ser vasco, sino que es preciso percibir todo lo vasco. No basta tener claro nuestro pedazo de historia y proceso personal o provincial sino la del entero país. Hasta ahora vamos construyendo islas, y tenemos más la figura de un archipiélago inconexo que de una tierra enlazada. ¿Euskal Herria? Ez. ¡Euskal Artxipelagoa! Por ello necesitamos arrancarnos de la mente la terrible herida de conceptos disgregadores. Esa peste de pensarnos como buenos y malos, amigos y enemigos, euskaldunes y erdaldunes, originarios de aquí y originarios de fuera. Como si unos fuéramos Bardenas y otros zona de regadío. El concepto «los otros» es un cáncer, porque no somos un millón de buenos, sino tres millones de vascos. Lo que realmente existe es nosotros.

El segundo punto de esa misma construcción del país es proceder a una enorme desmarginación. Nos falta aún clavarnos en las vísceras el mandato de desmarginar. Las políticas liberales y de control estatal nos han tapado la pobreza y la marginación. PIB excelente, desarrollo sostenible, puesta en marcha de super museos, superpuertos, carreteras, festivales, jardines y parkings. Ciudades top-model. Placer de consumir. Y en realidad somos un país saturado de marginados. Zonas asoladas, ecosistema crujiendo, barrios olvidados, obreras eventuales, obreros parados, obreros emigrados, pobres, mendigas, encarcelados y encarceladas sociales, viejos y ancianas en desuso, listas de espera en hospitales, machismo. ¡Gora Euskal Herria askatatuta! Oiga, añada un detalle. ¡Baztertzerik gabe! Construir país es desmarginar.

La tercera sangrante cuestión son los presos políticos. Durante años se ha aportado al preso un gran capital de solidaridad. Y eso, indudablemente, provocaba consuelo, evitaba la desesperanza, interrumpía la soledad, hacía imaginar el regreso. Sin embargo, cuando empieza a comprobarse que la prisión dura años, una década, dos décadas, pronto 30 años, y que la cárcel es enfermedades graves, desolación perenne, eterna, agonía y envejecimiento, hijos e hijas que crecen sin padre o madre, que el dolor se queda quieto, incrustado en los cuerpos y que no se ve el día de retorno-encuentro entonces, la cárcel se transforma en una acusación que nos llega o debe llegar a todos. Aunque resulte sarcástico y casi inaceptable, debemos decirnos que todos nuestros ritos de solidaridad consuelan más a quienes los practicamos que a quienes son objeto de los mismos. Los presos, exiliados y sus familiares y amigos deberían decirnos, «no me admires, no te enamores de mi sufrimiento, sino llévame a casa. Haz algo que me abra la puerta de mi tierra, no la del paraíso».

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