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Eugene Ionesco, la fuerza del rechazo

Este rumano, nacionalizado francés en 1950, fue uno de los más destacados representantes de la intelectualidad procedente del país de Drácula, junto a sus amigos Mircea Eliade o Cioran. Hoy se cumplen cien años de su nacimiento en Slatina, Rumanía.

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Iñaki URDANIBIA

Hablando de sí mismo, refiriéndose a sus años de juventud, se definía como un «gamberro» ( golan). Algo de esto perduró en él hasta su fallecimiento (28 de marzo de 1994, en París), junto a un hondo pesimismo -presente en su triste mirada- que tomaba el «No» como trinchera desde la que embestir contra todas las «verdades» heredadas y que, sin chistar, se daban por buenas: tanto en lo que hace a las convenciones sociales, como políticas. Su obra toda desmitifica («no es preciso integrar, hace falta también desintegrar») lo que le rodea y toma como materia prima lo que en principio puede parecer pura banalidad, el más nimio detalle se convierte en el eje sobre el que giran los desnortados personajes que parecen nutridos de una fuerte insustancialidad en su presencia y en sus palabras.

La búsqueda intermitente

Su lucha por la libertad no sólo se dejaba ver en sus obras de teatro -producción fundamental, exceptuando una novela y algunos artículos críticos-, sino en su compromiso con numerosas «causas perdidas»: abierto posicionamiento contra el fascismo -lejos de algunas veleidades uniformadas juveniles- y luego contra el comunismo, o lo que bajo tal nombre imperó en su país de origen y en otros vecinos. En esa tendencia a pringarse, no se parecía a sus dos amigos Mircea Eliade y Cioran, que vivieron en sus torres de marfil o en sus escasas chambres parisinas, lejos del mundanal ruido de la política. Precisamente, una de sus obras llevaba por título «La Quête intermitente», y es que, según sus propias palabras, «es preciso que de vez en cuando el escritor abandone su gabinete de trabajo... debe mezclarse con el mundo y con los otros hombres, sus semejantes».

Espíritu de contradicción

Se suele asociar habitualmente al dramaturgo rumano con el «teatro del absurdo» junto a Beckett, Adomov, por la senda del absurdo metafísico pensado por Albert Camus. No le gustaba a Ionesco tal etiqueta -ni ninguna otra- pues, según él, «si me he puesto a escribir es por espíritu de contradicción y esta tendencia está absolutamente enraizada en mí, es consustancial a mi ser hasta el punto de llegar a combatir mis propias ideas». No obstante, el absurdo de la muerte y sus disputas con Dios por permitir semejante estado de cosas en el mundo van a rondar en toda su existencia, y algunas manifestaciones de otros absurdos van a ser el eje de sus obras: el sin sentido del lenguaje como puro flatus vocis que no sirve para comunicar va a llenar el escenario en los diálogos huecos de los matrimonios Smith y Martín en «La cantante calva»; o el proceso de «rinocerontización» va a convertirse en algo normal, como espejo de la enfermedad de nuestro siglo, para una humanidad víctima de algunas epidemias psicológicas, biológicas y espirituales, por las que es sacudida periódicamente.

Es la «extrañeza ante la vida y la capacidad de decirlo» lo que se va a erigir en motor del quehacer de Ionesco, que se sitúa ante el mundo «como ante un bloque opaco, teniendo la impresión de no comprender nada de nada, sabiendo además que nada hay que comprender», y ante ello él se agarra a la «fuerza del rechazo», como Job, proclamando con energía un rotundo «No» al estado de cosas, ya sea ante el paraíso -y la dolorosa expulsión de él- y la consiguiente incorporación a lo real, o ante las cuestiones más cotidianas (trabajo, relaciones familiares...) que suponen continuidad, repetición de lo mismo... «que todo muera conmigo, No, que todo quede después de mí. No, que todo muera. No, que todo quede. No, que todo muera, que todo quede, que todo muera».

Pensamiento insomne, en el que se dan cita el humor negro, la broma descarnada en medio de las «cimas de la desesperación» -de la que hablabaa su amigo Cioran-, en un continuo balanceo en el que «nada es cómico, todo es trágico. Nada es trágico, todo es cómico, todo es real, todo es irreal, imposible, concebible, inconcebible. Todo es pesado, todo es ligero». Es precisamente este patente gusto por la unión de los contrarios (coincidentia oppositorum) el que va dar al traste -en sus obras- con la solidez del principio de identidad aristotélico, haciendo que también las interpretaciones de su obra, y hasta de sus comportamientos mundanos, se hayan prestado a escores hacia todas las esquinas; asunto que desde luego no disgustaba de ninguna de las maneras a este autor que tejía su obra entremezclando la opacidad y la transparencia irreal del mundo, la evanescencia y la pesadez, el vacío y el demasiado lleno, eros y thanatos, y que hace decir a uno de sus personajes algo que bien se le podría aplicar a él mismo: «Soy la alegría de la muerte en la vida. La alegría del vivir, de morir./Soy ligero, frívolo, soy profundo./No soy ni ligero ni frívolo./Soy honesto, deshonesto».

El pesimismo existencial de este «patafísico» («Más alto. Más bajo. Más alto./Sube. Sube./Más alto. Más bajo») va a suponer una retrato para los tiempos de desesperanza que le tocaron vivir, o al menos así los vivió -y los plasmó él en sus obras-: «¡Esperar, esperar! No tienen más que eso en la boca y la lágrima en el ojo. ¡Qué costumbres!»

 

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