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Amparo Lasheras I periodista

¿Dónde están nuestros derechos?

En diciembre de 1966, veinte años después de finalizar la II Guerra Mundial, la Asamblea General de las Naciones Unidas, en una resolución histórica, la 2.200 (XXI), acordó la creación de dos importantes documentos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Ambos documentos, redactados por la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (NU), nacen avalados por el reconocimiento de que la dignidad del ser humano y los derechos que de ella se derivan constituyen un valor inherente e inalienable y, también, como un instrumento imprescindible para establecer, en aquellos países que firmasen su adhesión, las condiciones necesarias para garantizar, de manera inequívoca, el desarrollo íntegro de todos los derechos reflejados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y aprobada en la Asamblea General de las NU el 10 de diciembre de 1948.

El acuerdo sobre ambos pactos se sustenta en la idea de que el concepto del ser humano libre y con derechos corría peligro de convertirse en una quimera si los estados no ratificaban su compromiso con la firma de un nuevo documento, esta vez vinculante, que determinase, con obligaciones jurídicas, el modo de crear el escenario legal, político y social adecuado para que el respeto efectivo a los derechos y libertades fundamentales se convirtiera en una realidad. Los documentos, conocidos como los Pactos de Nueva York, llegaron a la sede de First Avenue, tras un largo debate. Era la época de la guerra fría, del espionaje político, de la CIA y de la KGB. La lucha de intereses por liderar el mundo entre EEUU y la URSS no sólo proporcionó buenos guiones al séptimo arte, también marcó una línea de división ideológica entre los estados que configuraban las NU. Tras aprobar la Declaración Universal de Derechos Humanos, las diferencias entre quienes abogaban por priorizar los derechos individuales y quienes defendían la primacía de los derechos colectivos, es decir entra la derecha y la izquierda, demoraron la tramitación de la normativa que obligaría a los gobiernos a garantizar los derechos y libertades, proclamadas en 1948. Tras doce años de discusiones y exhaustivos trabajos, la solución definitiva llegó con la aprobación de dos documentos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, en los que se recogían todos los derechos tanto individuales como colectivos.

La historia contemporánea sitúa las primeras declaraciones a favor de los derechos humanos en la Declaración de Derechos de Virginia en 1776, un mes antes de que los EEUU se declarasen independientes, y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789, donde se ratificaron los principios de la Revolución Francesa, cuyas ideas fueron recogidas a lo largo del siglo XIX en algunas constituciones de corte liberal. Es al finalizar la II Guerra Mundial cuando los Derechos Humanos se incorporan al Derecho internacional y adquieren el protagonismo y la importancia política que la Historia le había negado durante siglos. Los horrores del Tercer Reich y la tiranía de los fascismos previos a la guerra, obligaron a los vencedores y a los gobiernos del entonces llamado mundo occidental a encontrar un mensaje de libertad en el que sustentar la hegemonía de su proyecto político en el nuevo orden mundial. Para ello, nada mejor que internacionalizar los derechos humanos y utilizarlos como un elemento importante de la lucha ideológica y en un estandarte de libertad en favor de la paz y la democracia.

Hasta aquí y sobre el papel, el recorrido histórico de los derechos humanos refleja un importante avance del mundo hacia la justicia y la libertad. Pero ya se sabe que la teoría y la práctica no siempre van unidas. En el mundo actual los derechos distan mucho de ser universales, están vilipendiados, molestan a los gobiernos y se manipulan con falsas interpretaciones, dando como resultado un mundo asolado por democracias, donde los ciudadanos apenas son conscientes de que son sujetos de derecho, con la obligación intrínseca de exigirlos y defenderlos.

El incumplimiento de los Pactos por parte de los Estados firmantes, entre ellos el español, es constante y generalizado. Hoy, en cualquier esquina del mundo se pueden encontrar gobiernos que, pasando por alto su propia legislación, hacen caso omiso de ellos, en nombre de la seguridad y el orden, y en contra de ese enemigo creado a la medida de los intereses del capital internacional, llamado «terrorismo».

Pero no hay que alejarse mucho para encontrar pueblos y personas sin derechos. No hay que remitirse a Guantánamo, Irak, Palestina, Turquía o al pueblo saharaui para echarse las manos a la cabeza y clamar por los derechos humanos. La aplicación sistemática de la tortura a los y las detenidas vascas por parte de los Cuerpos de Seguridad españoles y el régimen carcelario aplicado a los presos vascos es sin duda la prueba más sangrante de vulneración de los derechos y las libertades en la Europa actual. La punta del iceberg de lo que realmente ocurre en Euskal Herria tras la pantalla de una falsa y forzada... ¿normalización?

En Euskal Herria los derechos contenidos en los Pactos Internacionales no existen ni se reconocen. Se han anulado mediante una ley inconstitucional y contraria a las actuales normativas sobre Derechos Humanos: la Ley de Partidos de 2002, interpretada por la judicatura española, según las conveniencias políticas del poder ejecutivo, con lo cual se vulnera, además, uno de los principios básicos del sistema democrático, como es la separación de poderes. Y se han anulado porque con ello se pretende eliminar la idea de una Euskal Herria independiente, la posibilidad de que el pueblo decida libremente su futuro y, así, cerrar en falso el conflicto político que de verdad subyace en lo que algunos periodistas han denominado con cierto cinismo la «cuestión vasca».

Entre los derechos y libertades, articulados en los Pactos, se encuentra el derecho a la libertad de opinión, de expresión, de asociación, el derecho de manifestación, el derecho a la intimidad y privacidad, al sufragio activo, a participar en la vida política e igualdad ante la justicia. En el artículo 15 se prohíbe el aumento de penas a los presos ya juzgados y, lo más importante, en el artículo 1, deja bien claro el derecho de libre determinación de todos los pueblos y la obligación de los Estados de respetar ese derecho. Es decir, recoge todos los derechos que los Estados español y francés niegan a Euskal Herria. Derechos que, según demuestran la Historia y la Filosofía, por encima de los estados, pertenecen a los pueblos y a las personas porque son inherentes a su dignidad. El Estado español lo sabe muy bien, por eso su respuesta a la exigencia de derechos se ha convertido en una persecución policial y judicial que una vez más, vuelve a vulnerar los Pactos de Nueva York. No se debe olvidar que la represión es el miedo de la sinrazón y la torpeza a enfrentarse con el otro en un escenario de igualdad y libertad democrática.

Sin embargo, existe algo que debe transcender a la ciudadanía vasca, más allá de las bases sociales de la Izquierda Abertzale. Como pueblo, Euskal Herria debe preguntarse: ¿dónde están nuestros derechos? Cuando un pueblo se ve obligado a formular esta pregunta y la respuesta se queda en el silencio, en la duda o en el no saber, tendrá que pensar que la libertad, la dignidad y la garantía de los principios democráticos han sido seriamente vulnerados o no existen.

Y cuando ésa es la conclusión, el deber es exigirlos, luchar por ellos. No se puede vivir sin derechos. No lo digo yo, hace más de doscientos años en el preámbulo de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa, se dice: «La ignorancia, la negligencia o el desprecio de los derechos humanos son las únicas causas de calamidades públicas y de la corrupción de los gobiernos». Ese principio acabó con el Antiguo Régimen. Hoy, el pueblo vasco del siglo XXI, como demostrará el 30 de enero en el Euskalduna de Bilbo, sólo quiere y exige ejercer sus derechos y ser dueño de su futuro. Y si con ello cambia la Historia y España se rompe, mejor que mejor.

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