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Kristiane Etxaluz, la brisa que nacía en el norte

Ha militado en las principales expresiones de la izquierda abertzale del último medio siglo a ambos lado de la muga. Prefiere el estímulo a la orientación y la diversidad a la uniformidad. Conoce todas las caras de la represión, incluida la deportación de su marido Alfonso Etxegarai. Vive a caballo entre Zuberoa y Sao Tomé, pero no pierde detalle de su país. Del norte y del sur.

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Fermin MUNARRIZ I

¿Cómo fue su primer contacto con el abertzalismo?

Cuando estudiaba en Burdeos. Existía un grupo de estudiantes vascos cuya tarea consistía en dar a conocer la cultura vasca. Era el año 1961-62.

¿Y su encuentro con la realidad de Hego Euskal Herria?

La tenía reflejada aquí [Zuberoa]. En mi colegio había chicas de Cestona, de Elizondo... que venían a aprender francés y a trabajar, y hablaban euskara entre ellas. Entonces había ciertos complejos; yo presumía mucho de ser vasca, pero a la vez quería ser una francesa con éxito social, quería ser una señorita, pero el corazón me llevaba a hablar euskara con los que lo hablaban. Veía que eran víctimas de condiciones de vida que no les permitían desarrollarse como eran. Vivían su vasquidad en clandestinidad.

En 1963 participó en la fundación de Enbata. ¿Cómo se gestó aquel movimiento?

Había entusiasmo, era la conciencia de entrar en algo nuevo. Era un proyecto de sociedad para Iparralde pero enlazado con Hegoalde. Lo veíamos posible; el cómo y cuándo no lo sabíamos, pero éramos muy lanzados. Soñábamos y a la vez trabajábamos en la realización de este sueño. El trabajo consistía en repartir octavillas en la salida de las misas, en estar presente lo más posible donde había concentraciones de gente, mercados... Éramos propagandistas.

¿Qué influencia tuvieron en la sociedad de Iparralde de aquellos años sesenta los refugiados del sur relacionados con la recién nacida ETA?

Mucha, aunque entonces eran vistos como «españoles que hablaban euskara». Tuvieron incidencia grande en las calles de Baiona Ttipia, todos los días había movimiento, cuando la sociedad funcionaba como en Francia, todo muy quieto... En aquella época el contrabando era fuerte y allá se daban los dos medios, el de los contrabandistas y el de los refugiados clandestinos, que se mezclaban. Y tenían una influencia sobre el imaginario de quienes estábamos alerta ante eso. Era la figura del clandestino que quitaba a los malos para dar a los buenos. Era fácil identificarse con ellos.

¿Qué llevó a una chica del norte a implicarse en una organización clandestina del sur?

Una evaluación de la relación de fuerzas. ETA me parecía capaz de llevar el proceso adelante para todo el País Vasco por la fuerza interna y la energía que tenía. Enbata me parecía un poco más cacique, más «notable»... Por otra parte, no creo que cada persona tenga su destino, pero hay cruces en la vida... Coges una vía impulsivamente porque te gusta y luego, poco a poco, te conciencias más.

Cofundadora de Enbata, una de las primeras mujeres de ETA, también de las primeras del norte que se implicaban activamente en el sur, agitadora cultural... Le gusta abrir caminos.

No abro caminos sola pero me gusta siempre lo nuevo. Soy además bastante apasionada. Me gusta encontrar un grupito que se quiera movilizar sobre lo mismo; sola no me gusta.

Su detención en 1965 en el sur, como transporte de ETA, impactó mucho en Iparralde...

Fuera también. Mucha gente se enteró de que había algo peligroso pero también portador de futuro, algo nuevo que estaba apareciendo. Todos los reaccionarios cerraron filas para decir «aunque no lo parezca, ésta es una bandida». Mi familia tenía una buena imagen, no eran burgueses pero era gente «bien».

Su caso puso de manifiesto también la doble militancia...

Mi detención fue un tema bastante duro en Enbata. Los burus diseñaban su desarrollo electoralmente. Mucha gente consideraba un deber ayudar a los refugiados pero sólo moralmente. Cuando yo caí, también cayeron otros y dentro de Enbata hubo una tempestad. Los que se veían electoralmente elegibles decían que había que dar el alto a los jóvenes. Sin embargo, ganó la tendencia que opinaba que los perseguidos del sur merecían todo tipo de apoyo.

Tras 18 meses de cárcel volvió a Iparralde y pasó a encabezar la lista electoral de Enbata para las legislativas de 1967...

Me supuso romper con la familia. Al margen del aspecto personal, fue una experiencia muy buena. Aquí la campaña electoral se hacía dando charlas en los pueblos. Hacíamos pedagogía. La propaganda era el mapa de Euskal Herria y decíamos «El País Vasco es un país desarrollado entre dos desiertos: el desierto landés del norte y el desierto castellano del sur». Hablábamos de los flujos económicos, de esas cosas... Era una operación de comunicación y salió bien. Había mucha movilización de militantes.

Y después, el teatro. Creo que la primera representación de «Matalas», de Piarres Lartzabal, en 1968 en Baiona, fue un acontecimiento más político que cultural.

Sí. En realidad, con el pretexto histórico de «Matalas» [cura zuberotarra que encabezó una rebelión popular en 1661], contaba los intereses de la Iglesia con los poderosos y los intereses del pueblo en contra de esa Iglesia. La primera representación fue casi como un mitin. No sabíamos cuánta gente vendría, era la primera vez que se representaba una obra en euskara en el Teatro de Baiona; teníamos también la preocupación de llevar el teatro a la ciudad. Al final la gente entró en avalancha.

¿Era el teatro un método de agitación política?

Nuestra idea era ésa, pero también era un teatro muy realista, escrito por Lartzabal y dirigido por [Telesforo] Monzón. A la vez éramos muy convencionales.

En 1969 llegó «Ibañeta» [también de Lartzabal, que explica la lucha de los vascos por su libertad], en la que se innovaron las formas. En 2008 se reestrenó por iniciativa suya, bajo la dirección artística de Ander Lipus. ¿Siguen vigentes los contenidos de la obra?

Empleamos el mismo texto, pero en el primer «Ibañeta» se acababa gritando «¡Victoria, Euskadi es libre!». Esta vez, quien dice esto lo hace llorando sobre el muerto; la guerra no aporta sólo épica, están también quienes dejan la vida... El análisis que hacíamos era que en esta historia de militantes, de gobernadores y de malos, hay un personaje al final, que se llama Pizkor -vivo-, que muere. Me parecía que él era el héroe de la pieza en la idea de Lartzabal. Encaminamos la puesta en escena hacia ello, pero no sé si el público lo captó. Tratamos de sugerirlo, de provocar una emoción particular sobre eso. Se insertaba muy bien en el momento de 2008, cuando comenzaba a preguntarse si seguir con la lucha armada acarrea más perjuicios que ventajas o si es lo más adecuado para conducir el país hacia su liberación. Yo quería que con esta pieza entráramos en ese debate, pero también hay muchos tabúes que aún no se han levantado.

Y en los años setenta militó en el frente cultural del abertzalismo más activo entonces en Iparralde. ¿Qué le llevó a ello?

Me gusta, es un placer, es mi vida. Yo creo que hay que hacer las cosas con gusto aunque cuesten.

¿Aunque sean arriesgadas?

Es como la lotería: cuanto más inviertes, más puedes ganar... Tampoco era muy arriesgado aquello, casi era peor el riesgo interno que el externo. Yo tengo dificultad para ser una persona de partido, no acepto bien las orientaciones... Tampoco me gusta conducir a los demás, no quiero ser el pastor que va delante del rebaño. Hay dos modos: el modo bíblico en el que el pastor precede a su rebaño, y el de los pastores de aquí, que van detrás, con un perro que rodea al rebaño y mordisquea a las ovejas. Yo sería un poco más este tipo de perro pastor... [risas]

El norte del país ha ayudado mucho al sur. ¿Cree que debe corresponder de alguna manera a esa generosidad?

Hay una imagen -lehen auzoa- que guardo de mi educación rural y que aprendí como una cosa sagrada. Lehen auzoa es tu primer vecino hacia la iglesia, es el que llevará la cruz cuando mueras y el que te tiene que ayudar cuando necesitas algo. Mi lehen auzoa es esa casa y yo soy lehen auzoa de aquella otra. Si ésa casa me ayuda, yo no le debo nada; si yo ayudo a aquella, no me debe nada. Me parece un modo genial de insertarse en la sociedad.

Desde el punto de vista abertzale, el País Vasco del sur -o del oeste- no debe nada a Iparralde por la ayuda que ha podido recibir, pero Iparralde tiene que saber pedir lo que necesita.

¿Y qué cree que debería pedir?

No vamos a decir subdesarrollo económico, pero en Iparralde no hay prosperidad. En Hegoalde ahora tampoco por la crisis, pero aquí hay menos actividad. Tampoco sé si la llave de la felicidad está en el trabajo...

Partamos de ejemplos un poco fracasados. Hace años se recaudó dinero para Zuberoa a través de Udalbiltza. Eso me recordó las ayudas al subdesarrollo: dar dinero y creer que ya has hecho lo tuyo. Si realmente queremos desarrollo económico yo creo que es más importante que algunos vizcaínos, que tienen el sentido empresarial casi innato y saben dónde invertir, vengan a vivir aquí. Es más importante el recurso humano que el recurso financiero. El dinero se encuentra de todos modos.

Aquí hay gente como Hemen-Herrikoa [sociedad para el desarrollo económico] que pone sus ahorros para formar o ayudar a empresas. Funciona bien. No es el dinero el problema mayor. Otra cosa que funciona perfectamente y que se hace con Hegoalde es AEK. En Iparralde trabaja bien, tiene impacto, tiene excelente imagen. También Laborantza Ganbera, con ayuda de la Fundación Robles Arangiz, que ha sido determinante. Es ayuda no sólo de dinero, la fundación está siempre presente, aporta un peso, aporta la dimensión nacional. Ellos se lo creen.

¿Cómo ve las relaciones entre abertzales del norte y del sur? ¿Han existido suspicacias?

Los que tienen suspicacias [en Iparralde] son los que querrían controlar el norte. Ha habido una especie de corriente en el mundo abertzale que decía «cuidado, los del sur nos van a comer, a controlar, a hacer lo que ellos quieren». Los que dicen eso son los mismos que durante su militancia o presencia en los movimientos abertzales más anhelaban tener el poder de esas organizaciones. Quizás son explicaciones seudopsicológicas, pero yo personalmente creo que es el sur quien garantiza la vasquidad aquí. Si no, seríamos como los bearneses; hace cincuenta años, eran una región con mucha identidad, pero ahora no existen. Y aquí nosotros, los 200.000 de Iparralde, si no hubiera existido el País Vasco del sur habríamos desaparecido. El sur nos garantiza ser vascos.

¿Qué contribuye más a la construcción de una nación: la diversidad o la uniformidad?

La diversidad, incluso en la terminología. Un antropólogo ha realizado recientemente un trabajo sobre el euskara de la juventud en Basaburua [norte de Zuberoa]. La conclusión lleva a preguntarse si hay una Euskal Herria o varias Euskal Herriak. Y eso incluso como nombre de nuestro país: como los Países Bajos, los Países Vascos.

Y en su opinión, ¿Euskal Herria o Euskal Herriak?

Euskal Herriak, pero todos relacionados con el mismo metro con capital en Iruñea. De Larraine a Castejón en hora y media y precio único.

¿Quiere decir que existen países diferentes dentro de éste?

La Euskal Herria rural profunda o la Euskal Herria proletaria de la Margen Izquierda, por ejemplo, son dos mundos. La reacción ante esto es decir que son distintos y no se pueden juntar, pero precisamente porque son distintos se deben juntar. Somos heterogéneos. Cuanto más se reconocen unos y otros, más podemos crear nuestras propias cosas sin copiar de otros.

Estamos en la gestación de este país y tenemos que pensar en modelos descentralizados. Yo no soy partidaria del poder por provincias, por ejemplo. Lleva al chovinismo. Hay unidades diferentes: la decisión de Iparralde no se debería tomar de la misma manera que en la Margen Izquierda o en Nafarroa. Deberán reunirse para desarrollar los proyectos en común.

Usted ha vivido medio siglo de historia abertzale. ¿Qué diferencia aprecia entre las generaciones de antes y de ahora?

Al montar «Ibañeta» hace dos años, fue una felicidad ver chavalas y chavales que tienen cuarenta años menos y que viven exactamente como lo hacía yo, cuando me llamaban loca porque no vivía como toda la gente. En cuanto al compromiso, acaso hay menos que antes... Creo que es una evolución natural. Muchos jóvenes están en la ola del abertzalismo, quieren ser vascos y sienten placer por vivir en esa onda. Otros han tomado la opción de la vida del supermercado: ser un directivo, tener y gastar dinero, tener más que ser...

¿Cómo ve a la izquierda abertzale hoy?

La veo bien encarrilada. Me gusta «Zutik Euskal Herria», sólo que viene un poco tarde, pero tampoco es un reproche porque veo que ese tiempo ha sido necesario para que esa mutación se haga sin demasiadas pérdidas, lo más unidos posible.

Por otra parte, por ejemplo, el Aberri Eguna de este año me decepcionó, esperaba un Aberri Eguna nuevo, pero no fue así; era quizás la puesta en escena. No se aprovecharon los eslóganes para ensayar otras cosas; era el «jo ta ke, irabazi arte». Yo creo que el objetivo no es irabazi sino construir. También hay gente que dice «esto se va arreglar». No me gusta oír eso. Esto no es un problema, es una evolución; ahora entramos en una nueva fase, no es un final, es un comienzo. Entramos en una fase de construcción realmente. Tenemos que hacer entrar el mayor número de gente posible en esta casa. Hay muchas cosas que cambiar entre nosotros y aún es un poco temprano.

¿Qué cree que debe cambiarse?

Por ejemplo, acercarnos cotidianamente a lo que hacen otros vascos que no son de la izquierda abertzale, mostrarles nuestro interés, escucharles de verdad y encontrar modos de hacer cosas juntos. Por otra parte, el frente negociación me parece importantísimo, como todos los que tienen como prioridad que los presos vuelvan, pero no es más que un frente casi profesional. Está bien que nos tengan al tanto, pero no es nuestra militancia. Por ejemplo, en este pueblo [Domintxine] en la consulta de Batera votaron unos ochenta, y sesenta y cinco están a favor de las instituciones vascas. La cosa es más importante de lo que creemos. Aquí, por ejemplo, debemos hacer cosas con esos sesenta y cinco para avanzar. Tenemos que dar posibilidades a la gente de caminar en esta dirección sintiendo que lo hacen para construir la nación.

¿Qué le parecieron las reticencias de AB y Aralar para acudir al Aberri Eguna convocado por la red Independentistak?

Eso me pareció -me sale en euskara- una pitokeria... No quiero condenar a AB porque no está en mis prerrogativas, pero el momento actual es de aunar fuerzas. El que no lo ve tiene un problema. La gente de Iparralde tendríamos que pasar de esa opción de ayudarle a Aralar a tener una identidad, una existencia.

Cada vez que en Hegoalde ha habido escisiones, aquí han ocurrido cosas terriblemente dolorosas; es querer tomar parte en un debate que no es prioritario para nosotros. Tenemos que evitar los alineamientos. Globalmente estamos en una ola, pero alinearnos con unos u otros, en Iparralde, es una catástrofe.

¿Cree posible una unidad de acción abertzale a corto plazo?

No estoy bastante aquí para saberlo. La veo deseable y este deseo es compartido por mucha gente en el izquierda abertzale. Me gustaría que también estuviera el PNV dentro de esa unidad de acción, pero me temo mucho que su seña de identidad es justamente no hacer nada con la izquierda abertzale. Para romper eso harán falta muchas cualidades humanas e intelectuales. Lo veo bastante prioritario para llegar a buen puerto; no me gusta decir ganar porque cuando dices ganar piensas en el enfrentamiento y hemos visto que en este enfrentamiento hemos ido lo más lejos posible. Debemos convencer, atraer.

En Iparralde hay dos organizaciones que tienen un funcionamiento realmente bueno. Por un lado, Leia, el grupo que luchó en el tema de la autovía y que se ganó a todo Iparralde y no sólo a ecologistas y abertzales. Por otro lado, Laborantza Ganbera, que transmite mucho saber, que hace evolucionar a nivel de conciencia pero también a nivel práctico; los baserritarras piensan en una mejor relación con su propio trabajo. Y esto hecho de un modo muy sereno, no con la rabia para empezar, aunque, a veces, evidentemente, necesitas la rabia.

«Lo peor de la deportación es  estar arrancado de tu país»

En 1986, en plena campaña de los GAL y de persecución policial de refugiados, el Gobierno francés deportó a su compañero Alfonso Etxegarai a Ecuador. ¿Qué supuso aquello en sus vidas?

Yo estaba locamente enamorada; aquello fue terrible, te arrancan la persona que más quieres. Supuso también que el compromiso político se hiciera más sólido. Yo creo que a todos los que tienen familiares represaliados les pasa esto en algún momento: te obliga a localizarte mejor en esta trinchera, progresivamente. Al principio crees que puedes hacer que vuelva, pero muy rápidamente ves que esto está muy pensado, muy programado por el enemigo... Finalmente, el enemigo es más enemigo que nunca.

Yo siempre cuido mucho de no entrar en la espiral del odio porque me come la cabeza; trato más bien de entender cómo funcionan esas cosas y de preservarme, de poder vivir. Creo que puedes ayudar a esos represaliados viviendo lo más normal posible. Cuando yo misma estaba en la cárcel, lo que más me hacía sufrir era ver a mi familia herida. Cuando quieres ayudar al represaliado es importante demostrarle que no le exiges que vuelva para ser feliz tú, enseñarle que la vida sigue. Esto es muy importante también, no sólo la vida militante. Cuando vuelva no va a ser lo mismo que antes porque esto evoluciona. Yo trato de actuar como si estuviera conmigo siempre. También la integración en el grupo que los defiende es mayor y más profunda en ti.

¿Cómo recuerda el secuestro y tortura de Alfonso en Ecuador?


Fue terrible. Nos habíamos casado en el Registro Civil de Quito porque pensábamos que yo, siendo su esposa, tendría más peso para hacer algo desde el exterior. Presentíamos la desaparición, no sé por qué... El mismo día de la boda, un policía vino a buscarme a casa para meterme en un avión cuanto antes. En el viaje de vuelta me desapareció la maleta.

Durante mi estancia en Ecuador –dos o tres meses– estábamos rodeados de cosas muy turbias. Sentíamos que nos querían involucrar con el grupo armado “Alfaro vive, carajo”. Yo creo que los que robaron la maleta habían montado la desaparición como si fueran los de “Alfaro”. Esperaban alguna prueba, pero no había.

Cuando llegué a Baiona, un refugiado me dijo que [el industrial secuestrado por ETA Juan Pedro] Guzmán había sido liberado y que Ardanza había dicho que era gracias a la colaboración ciudadana. Llamé a Alfonso para darle la noticia y fue cuando vi que no podía hablar, que lloraba... Enseguida me vino a la cabeza: “¿Te han torturado?” “Sí”... –me dijo–, pero no podía hablar, estaba llorando al teléfono. Así fue como nos enteramos. Le habían dejado responder al teléfono para no levantar sospechas. Aquel momento, buffff....

No se me cayó el cielo encima; pensé “hay que hacer algo”. Entonces el reflejo militante es que eso debe saberse. Me dirigí directamente a “Egin” para que lo publicaran. Creo que esas cosas te salvan de alguna forma. Acaso no en el sentido de que te devuelven la libertad, pero a la persona que es víctima le permite ser agente de su propia vida. Ya no eres más un objeto, te vuelves a humanizar.

Luego llegó la deportación a Sao Tomé, donde permanece desde hace 23 años. ¿Se han sentido solos u olvidados alguna vez?

No, olvidados nunca nos hemos sentido. Hemos lamentado que no haya habido una especie de frente de deportados. Dentro de las organizaciones de apoyo a nuestras víctimas siempre se ha considerado que los deportados “legales” –aunque no haya ley– estaban en el mismo paquete que los exiliados. Es el imaginario. Nuestro movimiento ha considerado que todos los que están en otro continente eran lo mismo. Y yo creo que es una pena porque podríamos haber tenido una rentabilidad política mayor denunciando esta figura de la deportación, enviados sin juicios. Es una arbitrariedad total, es un acto de prepotencia de los estados y nunca lo hemos denunciado bien. Creo que habríamos podido encontrar foros que nos escucharan.

¿Qué es lo peor de la deportación?


Estar arrancado de tu país. Al menos en el caso de Alfonso... Lo peor de la deportación es como lo peor de la cárcel; creo que no son las condiciones materiales, aunque sean malas, es estar arrancado, no tener derecho a estar con los tuyos, a actuar con los tuyos... Yo creo que es eso. Para Alfonso es eso. Es una vida que no ha elegido, es una vida que no acepta. En el caso de Alfonso, y voy a decir nuestro también, hay algunas cosas positivas: entendemos mucho mejor el subdesarrollo.

Usted también vive la mitad del año en Sao Tomé... ¿Eso le ha descubierto alguna realidad nueva?


Claro. Durante diez años he trabajado los meses que estaba allí. La deportación supuso entre Alfonso y yo un momento de crisis: ¿Qué hacemos? ¿Seguimos juntos? Si seguimos juntos –me decía Alfonso–, yo quiero que vivas aquí... Si no, nos separamos, no guardamos una relación de pareja con un mes de vacaciones y cartas. Entonces yo dije que volvería dos veces al año a nuestro país. Me encontró en la oficina de Naciones Unidas en Sao Tomé un trabajo con contratos de cuatro meses. Era una especie de secretaria del jefe de Naciones Unidas allá. Ganaba bien y estaba en el meollo de la cuestión de la ayuda al subdesarrollo. Me sirvió para ver que todo es una puta mierda, pero no hay más. Esa gente está en un sistema que no explota a los pobres, explota la pobreza. Es un fondo de comercio y la ayuda al subdesarrollo es el artículo que venden. Pero nunca hay un resultado. Es el neocolonialismo. F.A.

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