Hay semanas en las que una cuestión general recorre buena parte de las dispares casuísticas que se dan en el ancho mundo. Ésta le ha tocado a la negociación.

La puesta en libertad de los dos cooperantes catalanes secuestrados por Al-Qaeda del Magreb, previo pago de un rescate millonario y tras su canje con uno de sus secuestradores encarcelado, coincidió en día y hora con el desastroso desenlace del secuestro de turistas chinos en Manila tras un asalto policial que acabó con nueve muertos, incluido el secuestrador.

Un día más tarde, el Gobierno turco reconocía, por vez primera, contactos con el histórico líder kurdo, Abdullah Öcalan. Mientras, en la también convulsa Latinoamérica, el nuevo Ejecutivo colombiano advertía a sus socios de UNASUR contra la propuesta de las FARC de presentar en su asamblea su visión del conflicto.

Y en Chile, el Gobierno respondía a los huelguistas de hambre mapuches ordenando su alimentación forzosa.

Hay semanas en las que un tema cobra fuerza y categoría general en el magma de la información mundial. Pero no es casualidad ni responde a una conjunción astral. Porque negociar, incluso con tu peor enemigo, forma parte de la naturaleza humana. Y la negativa a hacerlo está en el origen de buena parte de los conflictos mundiales.

Y no sirven seudodisquisiciones teóricas sobre si el otro sujeto y el objeto de la negociación está cerca o lejos, por ejemplo, allá en el vasto erial del Sahel, como en el caso de los cooperantes.

¿Lejos Al-Qaeda? ¿De dónde? ¿De los trenes de cercanías de Madrid que estallaron el 11-M?. Que se lo digan a los familiares de los 191 muertos.