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JOXEAN AGIRRE AGIRRE I SOCIÓLOGO

El Santo Oficio

Recuerda Agirre que el Reino de España ha estado asociado a los tribunales excepcionales y a la práctica de la tortura desde su misma creación, y compara las torturas denunciadas por los últimos vascos detenidos con los procedimientos de la Inquisición, desde la incomunicación hasta la acusación sobre la base de la declaración arrancada en los brutales interrogatorios. En el siglo XIX España abolió el «Santo Oficio»; pero, afirma el autor, todavía hoy los vascos «continúan viviendo en carne propia la pervivencia de la determinación unificadora del reino español», con el silencio encubridor de políticos, medios de comunicación e intelectuales.

El término «Inquisición» hace referencia a varias instituciones dedicadas a la supresión de la herejía en el seno de la Iglesia católica. De origen medieval, en la Edad Moderna, con la unión de Aragón y Castilla se instauró la Inquisición española (1478 - 1821), bajo control directo de la monarquía hispánica, cuyo ámbito de acción se extendió después a América. El objetivo político-religioso perseguido por la monarquía fue la unificación de los reinos bajo una misma creencia religiosa. En esa tarea, los tribunales del Santo Oficio impartían «justicia divina» bajo amparo papal, siendo dominicos y franciscanos los encargados de administrarla. Desde su génesis política, el Reino de España ha vivido asociado a los tribunales excepcionales y a la práctica de la tortura.

El «Malleus Maleficarum» (tratado sobre la «caza de brujas» datado en el siglo XV) indicó que la «justicia común exige que una bruja no sea condenada a muerte a menos que su propia confesión la condene». La tortura era el medio empleado para obtener dicha confesión. Con un parecido sorprendente con los testimonios de las últimas personas que han denunciado haber sido torturadas por la Guardia Civil en el período de incomunicación, el torturador comenzaba su labor explicándole al reo los pasos a seguir y el daño que se le iba a infligir. A menudo el miedo bastaba para conseguir una confesión; era suficiente atender a sus explicaciones o contemplar el taller del inquisidor. Una declaración en estas condiciones era considerada una «confesión voluntaria». Si el acusado no confesaba se decretaba que su falta de miedo ante el tormento era prueba de su alianza con Satanás. Cualquiera diría que estas afirmaciones están copiadas de ciertos autos de prisión incondicional firmados por conocidos jueces de la Audiencia Nacional.

Siguiendo con los parecidos asombrosos, mientras la víctima era torturada, el sacerdote preguntaba y el notario apuntaba las respuestas. Estos hombres y mujeres estaban atados y desnudos ante los frailes mientras asistían aterrados a los preparativos del torturador. La tortura no cesaba hasta que la víctima confesara. Si la víctima no llegaba a autoinculparse en la primera ronda de tortura, era llevada nuevamente a su celda para, una vez recuperadas las fuerzas, proseguir más tarde. Cada ronda era más brutal que la anterior. Como antaño Maria de Arburu, vecina de Zugarramurdi y Graciana Xarra de Urdazubi, torturadas y quemadas en una plaza de Logroño merced a un Auto de Fe decretado por el Santo Oficio, casi cuatro siglos después fueron Joxe Arregi, de Zizurkil, o Gurutze Iantzi, de Urnieta, entre otros, los que sucumbieron a manos de estas prácticas de inspiración católica y dilatada tradición española. No es un bulo. España fue, bajo la protección del papa Inocencio VII, quien con mayor ensañamiento y extensión hizo uso de la hoguera, el látigo, la horquilla, la sierra, la cigüeña, el aplasta pulgares, el péndulo o el cosquilleador español, para perseguir la herejía y atormentar a moriscos, judíos, librepensadores o paganos. Desde el estribo del imperio, llevaron aquellas prácticas a América, donde los indios, pese «a ser nuevos en la fe, gente flaca y de poca sustancia», probaron la medicina del torturador sin tiempo para acostumbrarse a la nueva divinidad.

Hasta el siglo XIX España no abolió el Santo Oficio y las prácticas inquisitoriales en su aspecto formal. Sin embargo, los vascos del siglo XXI continúan viviendo en carne propia la pervivencia de la determinación unificadora del reino español: por más que los Reyes Católicos estén enterrados en la Capilla Real de Granada, sigue vivo el objetivo político de la unidad nacional a toda costa, haciendo crujir los huesos de los detenidos siempre que lo entiendan preciso sus interrogadores. De momento, tales hábitos siguen integrados en la normalidad democrática de la que gozan únicamente los fieles súbditos de la Corona. La clase política, los medios de comunicación, los intelectuales, son testigo mudo, notario silencioso y encubridores necesarios de una lacra que perdura tras 35 años de parlamentarismo y presunta separación de poderes.

En el último medio siglo, alrededor de 10.000 personas han denunciado haber sido torturadas en Euskal Herria. Un dos por mil de la población, aproximadamente. Según el dictamen de la Comisión Valech, creada por el parlamento chileno para evaluar los efectos de la represión militar, durante la dictadura de Pinochet fue torturado un 1,9 por mil de la población. De modo que el manto de silencio cubre un escenario de terror colectivo homologable por el generado en regímenes universalmente detestados, tanto en términos políticos como históricos.

Es estremecedor que la insolencia patriotera justifique la tortura y se burle del torturado. Al hilo de la apertura de los informativos del canal venezolano Tele Sur con la imagen desfigurada de Unai Romano y los testimonios de torturas de Atristain y Besance, la mayoría de las instancias públicas y privadas del Estado español han saltado como un resorte para atacar a Hugo Chávez y ridiculizar a las personas que describieron haber vivido un infierno a la altura del pintado por El Bosco. La doble moral de un cuerpo social anestesiado no exime de responsabilidad a quienes siguen haciendo de la tortura un oficio «con red», es decir, premiado con impunidad y prebendas.

La deslegitimación de la tortura y de los tribunales de este nuevo Santo Oficio constitucional debe concretarse más allá de condenas y pronunciamientos puntuales. ¿Cómo luchar contra la tortura? ¿Estamos ahora, como bastante gente puede percibir, más limitados para responder a su práctica? Entiendo que no; es más, estoy seguro de que tenemos armas más eficaces que nunca para hacerle frente. En primer lugar, la tradicional e irrenunciable: la movilización social. El 30 de octubre en Donostia hay que convertir el grito en exigencia, y poner muy alto el listón de la denuncia popular. El que amague saltar y lo derribe, no tendrá cabida en este nuevo ciclo político, y hay que hacérselo saber a los indecisos. Y con ello me refiero al segundo instrumento para hacer desaparecer la tortura: la exigencia democrática. Ya no vale, como en otra coyuntura llegó a comentar Joseba Egibar en los pasillos del Parlamento de Gasteiz, que la tortura es inaceptable, pero que los que la padecían -refiriéndose a dos militantes de ETA que denunciaron graves torturas- «tampoco eran unos angelitos».

La exigencia democrática, afirmada sobre el tercero de los compromisos suscritos por los firmantes en Gernika del «Acuerdo para un escenario de paz y soluciones democráticas», debe tener concreción política práctica en esta fase de acumulación de fuerzas. Se me ocurre una: la negativa a suscribir ningún tipo de acuerdo institucional o de gobierno con aquellos partidos que no aboguen públicamente por terminar con la incomunicación de las personas detenidas. Nítido, pedagógico y eficaz. ¿Lo habrán tenido en cuenta Urkullu y Erkoreka en sus negociaciones de palacio? Es hora de que los demás lo exijamos.

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