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Carta a un torturado

En su carta, Egaña confiesa su dificultad para comenzarla y afirma que creía que la tortura era cosa del pasado, de la Inquisición, del nazismo o de lugares lejanos, donde se imponían brutales dictaduras. Y, tras la descripción de varias de las terribles sensaciones del torturado, muestra su solidaridad sincera con quienes son sometidos a ese tormento.

Aupa compañero: No te conozco, pero reconozco en ti a todos los que habéis pasado por el mismo escenario. No sé, por tanto, cómo tratarte. En singular o en plural, en masculino o en femenino. Me parecía que llamarte «estimado» quedaba un poco lejano, que decirte «querido», en estos momentos, sonaría fatuo y que no comenzar por un saludo sería descortés. Perdóname la ignorancia, pero intuirás que no todos los días abro mi pluma dirigiéndome a un torturado.

Quiero ser franco, a pesar de la distancia. Pensaba que la tortura era cosa del pasado, de la Inquisición, del franquismo, ligada a las SS y a la Gestapo, a la historia. Creía que quienes torturaban eran lejanos dictadores africanos, como Idi Amin, codiciosos de diamantes o colmillos de marfil y despiadados criminales como Saddam Hussein que eliminaban a sus disidentes en el potro. O que las del tormento fueron crónicas acabadas de dictadores como Pinochet o Videla, antiguallas políticas superadas por impulsos democráticos. Incluso que la tortura era cosa de soldados gringos afectados por la cocaína y el bourbon en desiertos babilónicos.

Llegué a creer, asimismo, que el recuerdo de la tortura era un recurso literario, como aquel de Mario Benedetti, que cruzó la raya de la vida hace bien poco: «Alguien limpia la celda de la tortura, lava la sangre pero no la amargura». Tengo una vaga idea de cuando Jean Paul Sartre nos acongojó con la obra de teatro titulada «Muertos sin sepultura», las discusiones de un grupo de resistentes detenidos a punto de ser torturados. Y también percibo los ecos de Henri Alleg que escribió un libro titulado «La cuestión», eufemismo de la Inquisición, sobre la tortura, denunciándola en Argelia, cuando la ocupación francesa.

Pero a ti todo esto te la trae el pairo. Te la fuma, en expresión más moderna. ¿De qué me habla este tipo que ni conozco, pensarás? ¿De historia, de literatura? ¿A mí que me han partido los huesos, que me han destrozado el alma? ¿Tortura? Hoy y aquí. Tienes razón, compañero. Tienes razón.

Pero es que, vuelvo a repetir, no sé cómo comenzar. Quizás debería acercarme a ti, en tus pesadillas, cuando el sudor te empapa y rememoras la sesiones que nunca finalizaban, cuando principiaban a preguntarte por tus amigos, por tu familia, por tu mujer, por tus hijos y, automáticamente, como una máquina, uno de ellos, de los innombrables, abría esa caja que tanto habías temido desde el mismo instante de la detención. ¿Cómo acercarme compañero, sin que parezca pretencioso?

Lo intentaré.

Lo intentaré a través de la lógica, porque de lo contrario nos volveríamos todos locos. Sé que cada sesión es distinta y que, pasados los días, has encontrado eso que al principio te costaba aceptar. Que buscaban tu punto débil, un agujero negro, que les costó averiguarlo y que, al final, cuando lo hicieron, penetraron hasta el fondo. Y que tus gritos fueron entonces desgarradores, ya que tu debilidad había sido tu fuerza hasta que comenzó la picana. Porque tu fuerza era la de todos, la de tu compañera, la de aquellos momentos que guardabas hasta la eternidad entre tus recuerdos más vanidosos.

Momentos que te los han envenedado para siempre. Y sé que ser consciente de ello te produce un desasosiego mayor que la propia picana. Te gustaría no haber nacido. Te revienta mostrar tu debilidad, enseñarla a desconocidos que siempre, hasta en el mejor de los mundos posibles, seguirán siendo tus mayores enemigos. Por eso, precisamente, porque encontraron ese resquicio que te llevó hasta el infinito de la angustia. Tu novia, tus amigos, tu madre, tus secretos que ya no lo serán jamás. Sabes, y eso te asusta, que nunca más volverás a tener un espacio privado.

Cruzaste el surco, y tu vida se convirtió en una piltrafa, lanzada contra la pared del calabozo una y otra vez, hasta que los últimos rescoldos de tu cabeza estallaron en mil pedazos. Como si te hubieran desnudado una y otra vez, ante los ojos de un público que aplaudía con tus vómitos. Un público repugnante, inmundo, simiente de hombres estériles e impotencias históricas. Un público del que no sabías quién aplicaba la electricidad, quien recogía los excrementos, quién aplaudía y quien miraba a otro lado, por la ventana de la indiferencia. ¡Se parecían tanto!

Y maldices una y otra vez ese día que cruzaste por la puerta del fortín, esposado, con las muñecas sangrantes, bajo una capucha que te robaba la vida y te introducía en un mundo de tinieblas que ni Dante hubiera imaginado. Maldices mil veces la indecisión de esconderte, la intuición del terror a la vuelta de la esquina sin haber cerrado la puerta.

Te atormentas una y otra vez con los nombres que salieron de tu boca. Ya ni recuerdas con exactitud a quién pudiste guardar y quién voló. El corazón se acelera en la soledad de la noche, cuando, de repente, suena un grito inexistente de ése a quien creíste haber delatado. Grita, gime, llora desde la lejanía, como el llanto de un neonato reproducido en un disco sin fin.

Pero es que la sensación de dolor, el miedo que a pesar de lo sufrido aún podría ser peor, era indescriptible. ¿Cómo explicarlo? El latigazo de la corriente que empezaba por los testículos y concluía brincando en el espinazo ¿cómo describirlo? ¿Cómo en la sexta ocasión? El abatimiento, la vida que se va en un instante, la asfixia, la muerte azul, ¿cómo relatarlo sin desear no haber existido?

Lo siento, compañero. Siento revivirlo pero si lo he hecho lo era para chillarme a mí mismo la injusticia de la vida. ¿Quién reparte de modo tan desproporcionado? ¿Quién juega a los dados de forma tan despiadada? Nunca lo sabremos. Quiero que sepas que tus noches en vela son las nuestras, que tus desasosiegos los esparcimos por el suelo de la solidaridad y que el desprecio a tus verdugos es el mismo que sentimos por ellos y que lo alimentaremos eternamente, generación tras generación. Son la hez de la tierra.

No hay héroes, colega. No hay héroes. Los que teníamos, compañero, nos los arrebataron los años y, ahora, cuando nuestros hijos disfrutan de sus aventuras, de sus amores y de sus conquistas, nos enojamos porque una vez también creímos en ellos. Y, sin embargo, no nos atrevemos a expulsarlos, porque quizás la inocencia es un valor. Pero sabemos de sobra que los superhombres no son de este planeta. Extraños.

No hay hombres de hierro. Tampoco.

Ni nadie sobrevive a la tortura. Nadie. Lo cual no es un consuelo, sino una constatación. La constatación de que volvimos a ser humanos. Y como tales, retornamos a las sendas de las oportunidades. Nadie vuelve a ser como antes y, en ese temor, todo vuelve a ser como era. Excepto la identificación del monstruo, del verdugo, de la escoria de la civilización. Lo inhumano está en el torturador, no en el torturado.

No puedo más que mostrarte toda mi ternura. Mi ternura y mis letras. «La ternura de los recuerdos se va extendiendo por todas partes; si nos diluimos en ella será imposible mirar a alguien con los duros ojos de la realidad», nos sorprendía Elías Canetti. No tengo letras tan hermosas y, en mi torpeza, sólo puedo mostrarte el apoyo de mi grupo, de nuestro grupo, de todos los que fuimos y somos.

Y añadirte, con cierto desparpajo, que en estas cuentas no hay fracasos, sino desengaños. Que quizás me juzgues por la interrupción. Con derecho. La torpeza es, precisamente, mi punto débil. No he podido evitar escribirte. Porque la resonancia de tus voces era tan intensa que ni siquiera los viejos muros de mi casa, piedra sobre piedra, pudieron ocultarlos. Créeme si te digo que a estas alturas, tus zozobras son las mías. Saldremos adelante. No tengo duda.

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