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Crónica «Teatro d'Amore»

Los cuarenta principales del barroco temprano

Ovación extraordinaria, casi estrafalaria, la que brindaron los escasos 200 asistentes al Teatro Campos Elíseos a los músicos protagonistas del primer concierto de Bilbao Estación Barroca. Cuando los «bravos» ya no fueron suficiente, hasta irrintzis se empezaron a oír. ¿Se convertirá el grito autóctono en una nueva forma de reconocimiento a la labor de los músicos?

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Mikel CHAMIZO

Lo que tuvo su gracia, desde luego, fue este espectáculo titulado “Teatro d'Amore”,  básicamente una selección de los cuarenta principales del barroco temprano, famosas arias y madrigales de Monteverdi, Strozzi, Legrenzi, etcétera, pero abordadas con una actitud que sorprendió a todos por su desparpajo. Para bien a la mayoría, que reaccionó a la propuesta como ya se ha explicado, aunque también hubo algún purista que salió echando pestes del recital.

La fórmula que buscó Christina Pluhar, la directora del espectáculo, fue sencilla: la de acercar estas melodías de hace cuatrocientos años lo más posible a estilos actuales como el pop y el jazz. Al fin y al cabo, ¿cuál debería ser el problema? A estas alturas la investigación musicológica ya ha profundizado lo suficiente en el tema como para admitir que no hay manera de conocer cómo se tocaban exactamente estas músicas en aquella época, pero que, sin duda, la improvisación jugaba un papel esencial. Y, básicamente, lo que hicieron los siete músicos de L'Arpeggiata fue eso, improvisar, sobre unas estructuras rítmicas y armónicas muy cuadradas que enmarcaran con la mayor claridad posible la parte vocal (de ahí su lado pop). En realidad sólo se atrevieron a llegar un poco más allá de lo que suele ser habitual entre los intérpretes de estas músicas, que improvisan mucho. Pero L'Arpegiatta lo hizo saltándose a menudo las convenciones estilísticas y dando a los oyentes, siempre, una versiones completamente mascadas y fáciles de digerir. Hay que reconocer, eso sí, que los intérpretes eran todos grandes virtuosos, especialmente el cornettista Doron Sherwin, que hizo cosas increíbles con un instrumento que es casi como si a uno le dieran una barra de pan y le dijeran «sopla».

Pero los grandes protagonistas de la noche fueron, cómo no, los dos sopranos: la navarra Raquel Andueza y el francés Philippe Jaroussky. El contratenor/sopranista hizo gala de sus bien conocidas virtudes, que le hacen único entre sus colegas de cuerda: una afinación perfecta, una gran flexibilidad que le permite ahondar en todo tipo de sutilezas expresivas, y un sonido sólido, bonito y siempre bien modulado.

El “Stabat Mater” de Sances, en cuanto a emotividad, o el “Bresso l'onde tranquillo” del mismo autor, en cuanto a coloratura y fuegos artificiales, fueron prodigios vocales que explican por qué Jaroussky está actualmente en lo más alto en la categoría de contratenores. Y, sin embargo, Raquel Andueza, tan bien conocida por estos lares, le supo aguantar el tipo con un aplomo admirable. Y vale que Andueza no tiene un aparato vocal tan prodigioso como Jaroussky, pero posee una cualidad más valiosa: la de hacernos creer que siente profundamente lo que está cantando, aunque sea una de esas historias imposibles de ninfa desengañada por la reencarnación de Zeus de turno. Su “Cantata sobre il passacaglio” de Pozzi fue hipnótica y, con total seguridad, artísticamente lo más elevado de una velada que, aunque algunos snobs no pudiera soportarla, fue de las que crean afición. 

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