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Koldo CAMPOS Escritor

El hombre pacífico

 

Ni en el parto lloró. Y siguió creciendo serenamente, atento en la escuela a poner la otra mejilla, la otra mano, el otro ojo, hasta que manco, ciego y sin mejillas, regresaba a casa para escuchar afable las quejas de sus padres.

En el trabajo supo como nadie tolerar abusos y soportar atropellos, complaciente y complacido de sobrellevar con la mejor de sus sonrisas tanta injuria. A pesar de los agravios, siempre tenía para ofrecer la otra sonrisa, la otra oreja, el otro pie, hasta que sin mejillas, manco, ciego, amargado, sordo y cojo, rendía en la noche cuentas a la pesadilla que le tocara en suerte.

Estoicamente soportaba insultos e improperios, poniendo siempre por delante un apacible y manso corazón capaz de comprenderlo y perdonarlo todo.

Así fue que, además de sin mejillas, manco, ciego, amargado, sordo y cojo, también quedó sin pecho y sin espaldas.

Ni siquiera cuando lo desalojaron de su casa y lo despidieron del trabajo tuvo aquel hombre un mal gesto o una peor reacción, tal vez porque hacía ya mucho tiempo que carecía de gestos y reacciones.

Cuando sólo le quedaba la palabra, ya con sesenta años de ecuánime existencia, un mal día, con un hilo de voz susurró delante del espejo un postrero y definitivo ¡Coñoooooo! que llegó a oídos de todos, de sus padres, de su maestro, de su patrón... y antes de que tuviera oportunidad de arrepentirse, apostados frente a su desahogo, airadamente le reprocharon su desvergonzada intolerancia, su grosera intransigencia, su peligroso fanatismo...

Eso fue poco antes de que, también, perdiera la palabra.