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Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro Profesor de la UPV-EHU e investigador del Observatorio de Multinacionales en América Latina

Empresas españolas en Bolivia: seguridad jurídica, ¿para quién?

Dotar de un marco jurídico a las inversiones, que garantice la estabilidad de las mismas y que atraiga otras inversiones en el futuro». Según sus propias palabras, ése ha sido el principal objetivo del viaje que acaba de llevar a la ministra de Asuntos Exteriores a Bolivia: Trinidad Jiménez reclamó a su homólogo boliviano una mayor seguridad jurídica para los negocios que tienen en el país andino multinacionales como BBVA, Repsol, Abertis, Red Eléctrica y Santillana. Así pues, a pesar de que la ministra haya declarado que «el gobierno trabaja en beneficio de los pueblos», parece que entre sus máximas preocupaciones no se sitúa la defensa de los derechos de la mayoría de hombres y mujeres de Bolivia sino, por el contrario, la tutela de los intereses de las empresas transnacionales que tienen su sede central en el Estado español.

Tampoco se trata del algo demasiado novedoso: ya en mayo de 2006, cuando Evo Morales promulgó el decreto de nacionalización de los hidrocarburos y podían verse afectados los contratos de Repsol en Bolivia, el gobierno español puso en marcha una intensa actividad diplomática para presionar en favor de la multinacional petrolera.

Y es que, tanto entonces como ahora, cuando se está elaborando una ley de inversiones que ha de fijar las nuevas condiciones a las que habrán de someterse las compañías extranjeras que quieran invertir en Bolivia, se ha hecho habitual el recurso al concepto de «seguridad jurídica» para defender las inversiones de las corporaciones transnacionales. Siempre con argumentos como los del ex presidente de la CEOE, Gerardo Díaz Ferrán, que sostiene que «la necesidad de que los marcos regulatorios para el inversor sean claros y vengan acompañados de la suficiente seguridad jurídica y estabilidad económica es fundamental para poder rentabilizar a largo plazo las inversiones».

En este mismo sentido, en la Comisión de Asuntos Iberoamericanos del Senado se aprobó a principios de este año -con el voto favorable de todos los grupos excepto el de la Entesa Catalana de Progrés- el informe de la ponencia sobre el papel de las empresas españolas en América Latina. En él se recogía una clasificación de los países de la región en base al «grado de seguridad jurídica»: los más seguros, México, Perú y Colombia; los calificados como inseguros, Cuba, Venezuela, Ecuador y Bolivia. Al mismo tiempo, en el informe también se agrupaba a los países según el grado de oportunidades de negocio y las facilidades a la inversión extranjera directa que ofrecen, dándose el hecho de que los países con mayor seguridad jurídica son los que, precisamente, brindan las mejores perspectivas para las actividades de las grandes empresas. Sin embargo, no parece muy adecuado ampararse reiteradamente en este concepto para justificar que se antepongan los intereses comerciales al cumplimiento efectivo de los derechos humanos. Y resulta preocupante que se considere como ejemplos en materia de seguridad jurídica a Colombia, el país del mundo más peligroso para el ejercicio del sindicalismo; a México, donde varios dirigentes sociales han sido asesinados en los últimos meses, y a Perú, con una fuerte represión del Gobierno a las organizaciones indígenas.

Con todo ello, parece claro que esta utilización del concepto de seguridad jurídica únicamente hace referencia a un nuevo Derecho Corporativo Global, que se concreta en una serie de normas y acuerdos bilaterales, multilaterales y regionales promovidos desde instancias como la Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial y el FMI. De este modo, sólo parece entenderse la idea seguridad jurídica en el marco de esta lex mercatoria, ya que su único fundamento resulta ser la protección de los contratos y la defensa de los intereses comerciales de las compañías multinacionales. Un caso paradigmático de ello, siguiendo el caso boliviano, es el Tratado Bilateral de Inversiones España-Bolivia: en vigor desde 2002 -el Gobierno español lo firmó con representantes gubernamentales anteriores a Evo Morales-, representa un régimen jurídico de «protección unilateral» de la inversiones españolas frente al resto de derechos y garantías nacionales e internacionales del pueblo boliviano, con unos principios jurídicos que reflejan una completa asimetría y desigualdad entre las partes.

Pero no por reiterada resulta menos cuestionable esta interpretación de lo que debe significar la seguridad jurídica. Vale la pena insistir en que la seguridad jurídica es un principio internacional no vinculado únicamente a valoraciones económicas: la verdadera seguridad jurídica es la que sitúa al Derecho Internacional de los Derechos Humanos por encima del Derecho Corporativo Global. Es decir, a los intereses de las mayorías sociales frente a los de las minorías que controlan el poder económico. Las medidas que ha tomado el Gobierno boliviano -Venezuela y Ecuador también han llevado a cabo reformas similares- deben servir para ilustrar que el Estado se encuentra facultado para modificar las leyes y contratos con las empresas transnacionales si éstos establecen un trato que vulnera la soberanía nacional y los derechos fundamentales de la mayoría de la población. Todo ello por imperio de la nueva Constitución del país y del artículo 53 de la Convención de Viena, que establece que las normas imperativas sobre derechos humanos y ambientales prevalecen sobre las normas comerciales y de inversiones.

Al final, el hecho es que en Bolivia, tal y como dicen Erika González y Marco Gandarillas, coordinadores del libro «Las multinacionales españolas en Bolivia. De la desnacionalización al proceso de cambio» (Icaria Editorial, 2010), «las actividades de las corporaciones transnacionales no se han traducido en un beneficio real para los bolivianos y bolivianas, sino que únicamente han buscado el propio beneficio empresarial». Y es que el progreso que se asocia a su inversión no se ha hecho realidad: por citar un dato a modo de ejemplo, basta comprobar cómo en las zonas rurales de Bolivia apenas el 15% de la población tiene acceso a hidrocarburos y sólo el 47% dispone de electricidad.

En este sentido, la seguridad jurídica habría de referirse también a los derechos fundamentales de la población boliviana, que se ha visto afectada por la llegada masiva de compañías multinacionales desde los años noventa, y cabría hacerse al respecto muchas preguntas: ¿cuáles han sido los beneficios obtenidos por estas compañías? ¿Cuánto pagaron por las empresas bolivianas privatizadas? ¿Qué cantidad de empleo han creado?, ¿Cuáles han sido los impuestos que han pagado? ¿En cuántos territorios indígenas y en cuántas reservas naturales desarrollan sus actividades?

Cada vez que algún gobierno latinoamericano intenta modificar las reglas dictadas por el neoliberalismo se pone de manifiesto la férrea armadura jurídica que protege los intereses de las compañías multinacionales. Por eso, si se quiere avanzar en el camino hacia la superación del sistema capitalista, parece necesario acotar el poder de estas corporaciones transnacionales. Así, dado que el actual encuadramiento jurídico de las empresas transnacionales pone en evidencia la diversidad, la heterogeneidad, la fragmentación y, a veces, incluso la contradicción de las normas vigentes del Derecho Internacional, se hace urgente establecer una cierta coherencia en las mismas: invertir la pirámide normativa internacional, de manera que en su vértice se sitúen los derechos de las mayorías sociales en vez de los de las minorías que hoy prevalecen, es una reivindicación impostergable. Por ello, sería deseable que, en esta línea, la nueva ley de inversiones boliviana sitúe en el centro de su regulación a la soberanía nacional, normativa y judicial, así como a los derechos de las mayorías sociales, y que sirva para profundizar en los pasos hacia un nuevo modelo de desarrollo.

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