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REPORTAJE

Los «invisibles» de Afganistán (III)

Dicen que son miles escondidos tras muros de hormigón que sólo abandonan en vehículos o aviones privados. Resulta casi imposible verlos por la calle durante el día pero es fácil dar con ellos cada jueves a la noche en los locales de moda de Kabul.

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Karlos ZURUTUZA

Nunca camines por la calle; evita las rutinas en tus desplazamientos; si no puedes aparcar delante de una tienda o local, no vayas...». Éstas son algunas de las pautas para los trabajadores de la fundación Agha Khan, una poderosa agencia privada para el desarrollo cuyo fundador presume de ser descendiente directo de Mahoma.

«También recibimos continuas actualizaciones de seguridad a través de sms o e-mail, ¡es para volverse loca!», se queja Rosa (identidad falsa, como todas los empleadas en esta crónica). Lleva tres meses trabajando en Kabul pero sólo ha pisado la calle de los pollos para comprar el souvenir estrella de Afganistán: el burka.

«El mío es de acero y hormigón», bromea irónica esta administrativa de origen sudamericano.

Los protocolos de seguridad de los trabajadores de Naciones Unidas son aún más draconianos. Sin embargo, Robert ha encontrado una forma de esquivarlos.

«Sólo nos dejan salir al hotel Serena (el único de cinco estrellas de Afganistán). Le digo al chófer que voy a la piscina así que me deja en la entrada del hotel y vuelve para recogerme más tarde. Entretanto, aprovecho para pasear y conocer la ciudad», dice este inquieto trabajador de la ONU. «Si me pillan, me mandan de vuelta a casa en el primer vuelo», añade.

Y es que desde el atentado el pasado año a una de sus residencias que costó la vida a cinco de sus empleados, Naciones Unidas ha reducido su plantilla a la mitad pero ha reforzado las ya estrictas medidas de seguridad. Robert y el resto de sus compañeros viven hoy en Green Village, todo un pueblo a las afueras de Kabul, con sus jardines y avenidas, cine, tiendas... pero que protegen altos muros de hormigón custodiados por mercenarios forrados de kevlar.

«Green Village es un objetivo obvio de la insurgencia, pero nunca ha pasado nada. Muchos dicen que el dueño lo ha negociado con los talibanes», apunta Robert desde un puesto callejero de kebab.

«Ciudad blanca»

Los sms que reciben los internacionales pueden ser del tipo «Riesgo alto de ataque en Shar-e Now (centro de la ciudad)», o mucho más crípticos como «White City (ciudad blanca)». Este último puede producirse coincidiendo con una cumbre de altos mandatarios en Kabul o una cita electoral, como la del pasado 18 de setiembre. Cuando se recibe un «ciudad blanca», ni se va a trabajar, ni de shopping, ni tan siquiera a la piscina del hotel Serena.

Quizás uno de los casos más curiosos sea el de Michael. Este canadiense es piloto civil de UNAMA (Misión de Naciones Unidas en Afganistán) y, naturalmente, conoce todos los rincones del país desde el aire: desde Herat hasta Jalalabad; desde Kunduz hasta Nimroz. Pero su visión del país desde tierra es muy distinta.

«Volamos de aeropuerto en aeropuerto y, cuando llegamos al de Kabul nos espera un vehículo blindado para llevarnos hasta Green Village», explica el piloto. Está a punto de completar su rotación de seis meses en Afganistán pero no ha tenido ocasión de ver Kabul, «¡ni siquiera desde el coche!».

Pero también los hay más flexibles. Noemí va ya para su segundo año como profesora de francés en Kabul. Tienen una habitación en un piso compartido, se desplaza en taxis locales y es toda una experta del regateo en la calle de los pollos. «La embajada francesa es muy restrictiva pero queda todo bajo nuestra responsabilidad. Si sucede algo cuando incumplimos el protocolo, simplemente no actuarán», explica esta joven de 30 años.

La «fiebre» del jueves noche

Jueves tarde (víspera de fiesta en los países musulmanes) y «riesgo alto de ataque en L´Atmosphere» circulando entre los móviles de muchos de los internacionales. A la plantilla de la ONG Save the Children poco le importa ya que su «toque de queda» comienza a las 19.00 pero, ¿y al resto?

Regentado por un tayiko de Panjshir, L´Atmosphere es uno de los locales favoritos de la comunidad internacional en Kabul. Al igual que el Gandamak, el Bocaccio o el resto de los puntos de encuentro habituales, el «Atmo» también está protegido por altos muros de hormigón y seguridad privada.

Sin embargo, su cercanía a la calle y el hecho de que se trate de un espacio abierto (piscina y jardín sobre el que se distribuyen unas terrazas», lo convierten en el objetivo ideal para un ataque de mortero o granadas. Pero, ni los inquietantes sms ni el que una Carlsberg servida en su lata cueste aquí lo que un Gin Tonic en Donostia, impiden que el «Atmo» siga registrando el récord de internacionales por metro cuadrado de todo el país.

«Si no vengo a beber y a bailar aquí una vez por semana me asfixio, ¡esto es Kabul!», exclama balbuceante este australiano tras llamar a su conductor. Le espera dentro de diez minutos; por supuesto, justo a la entrada del local.

 

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