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Carlos GIL Analista cultural

Antes del diluvio

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En aquel lugar donde la imagen del homínido no alcanzaba ni para camuflar un sueño, la naturaleza participaba imperialmente sobre el destino de todos. En una cueva o un páramo; en un bosque fantástico o un monte bajo, la vida era una sucesión de acontecimientos repetitivos y únicos. La lluvia desteñía las pinturas casuales y desmentía las pisadas para confundir los caminos. Sin dioses ni filósofos, aquellos seres cantaban sus angustias en un oratorio catártico y celebraban la llegada del día mientras por la noche jugaban a contarse historias de caza y suspicacias. Desde entonces, se emprendió una travesía en la que se subieron montañas de retórica y desiertos de sofismas. ¿Cuándo entró el humor en el código de comunicación?

Desde aquellos tiempos de oratoria fantástica de un realismo sobrevenido, hasta el surrealismo, se sacrificaron muchos corderos en altares insumisos o en piras apostólicas para calmar el hambre de notoriedad. Hubo un momento de inflexión cuando alguien quiso decir amor y se atragantó con un hueso de ciruela. Entonces escribió un poema con signos borrosos que interpretaron los ancianos como un himno. El poeta se hizo anacoreta, renunció a su amor y escribió su epitafio: «el ratón se come al gato y las flores crecen boca abajo». Una bacante se lo tatuó en un brazo, mientras un citarista le puso una música que hizo salir a legiones de gnomos en una gran parada del amor libre. Entonces, llegó un monstruo que cosificó la creación en mercado. Después, el diluvio.

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