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Carlos GIL Analista cultural

Museos vivos

 

Llegarán las palabras a congelarse como las alcachofas? En las aceras festoneadas de las grandes ciudades, los carteles de compra de oro brillan más que los neones del espectáculo. El circo tiene goteras. Los ballets giran sobre las puntas como si quisieran volver a plantar un poste de madera de los tiempos del telégrafo. Los escenarios son museos vivos en busca de una esquina en el parque temático de la nostalgia. Los músicos de las orquestas oficiales se saben las partituras del convenio colectivo de memoria pero se olvidan de atacar las corchea con ímpetu creativo. Los libros se amontonan formando estructuras asimétricas compuestas por sombras de vampiros gastrónomos. Todo es demasiado previsible. Las palabras parecen que se alquilen por horas.

Suenan tambores lejanos convocando a los oráculos de taberna para descifrar los mensajes que los estratocúmulos van escribiendo en forma de poemas visuales etéreos como avanzadilla de la catástrofe. Samuel Beckett rompió la frontera entre la profundidad y lo absurdo de la existencia con el taladro fino del humor cínico. Miraba al ser humano como a ese payaso capaz de encaramarse a una silla por la parte imposible y tocar el saxo tenor con la boca llena de palomitas mientras su amor se escapa con el soldado famélico. A la trascendencia por la incongruencia. Personajes arrancados de su código genético social, travestidos por un lenguaje regeneracionista superior en poderes fundacionales a todos los mandamientos y las leyes de la física.

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