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Iñaki Egaña, Historiador

Verificación internacional

Anadie le gusta que le vengan de fuera para decirle lo que hace bien y lo que hace mal, o si efectivamente en lo que está metido es cierto o falso, vamos, que vale la pena. Todos tenemos nuestro orgullo, la sensación de que nadie mejor que nosotros mismos sabemos de nuestras tripas y nuestros provechos y, por eso, el rechazo inmediato. Es lógico. Pero no razonable.

Existen ocasiones en la vida, en las que el consejo, la mediación, la verificación externa se hace necesaria. Por mil razones. En el caso que nos ocupa por una razón obvia. Ya saben a cual me refiero. Ha salido en la prensa en estas últimas semanas. El alto el fuego permanente de ETA al que la misma organización ha añadido el control del mismo por una parte externa al conflicto. Razonable.

¿Por qué razonable? A fuerza de ser sincero les diré que jamás me ha dado confianza cualquier tema relacionado con España. Siempre suspicacia, ya sea en el deporte, ya en la política, en la vida cotidiana, ya en temas más importantes para los que vivimos a salto de mata: subvenciones, ayudas... La eterna sombra de Nepote. Por eso creo razonable que se pida una verificación internacional.

Me dirá alguno que me escoro hacia posiciones filo-terroristas por seguir al pie de la letra lo que ETA ha dicho, al igual que lo han hecho otros muchos actores políticos. Necesito consejo externo así que no se priven. Me han servido, sin embargo, las declaraciones de manual de los agentes progubernamentales, azuzados por Rubalcaba: «quienes verifican son los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado».

Fue Rubalcaba el que me convenció, de pleno, que la verificación internacional es tan necesaria al menos como el aire que respiramos. Si no hay verificación tengan por seguro que los resultados estarán trampeados. Los verificadores españoles llevan años y años haciendo literatura en vez de certificados. Acaban de oír la última, en la localidad canaria de Vecindario, a miles de kilómetros de Urbasa, la Guarda Civil ha identificado la pegatina de una oveja como el símbolo de una organización terrorista.

Un poco más arriba hacia el Polo Norte, un joven francés que juega en el equipo de mi ciudad besó la ikurriña de su camiseta cuando metió un gol. El público madrileño, en uno de cuyos campos jugaba el equipo guipuzcoano, se lo comió. Literalmente. En uno hecho bochornoso sin precedentes, ni el Comité Antiviolencia, ni la Comisión Antirracista han abierto siquiera diligencias. Carta blanca.

Quiero decir con ello que no sólo los jueces y los policías están comprados para la causa de la españolidad imperial. También el público, un público en la mayoría de los casos sociológicamente franquista, es decir que a pesar de los cambios biológicos naturales, sigue bebiendo de las mismas fuentes intolerantes. Que lo de Getafe es continuación de aquella magna concentración en la Plaza de Oriente cuando Franco sacó al pueblo de Madrid a adularle una vez más. Una de las pancartas lo resumía: «De una puta y un gitano, nace un guipuzcoano».

No me pilla de sorpresa, pues, lo de la oveja ni lo de la tricolor. Hace pocos años, en un juicio en el que tomé parte como perito, tuve que explicar que el concepto «Euskal Herria» ya aparecía en textos de Pérez de Lazarraga y Johanes Leizarraga del siglo XVI y no era, como decían, un invento de ETA. También tuve que explicar que el mapa de los siete territorios vascos no había sido diseñado en un zulo por Artapalo, sino que ya militares prusianos de la talla de Von Raden lo habían marcado, hace casi 200 años, con un detalle que yo ni siquiera sería capaz de defenderlo.

No nos podemos fiar de sus certificados. Ni de su palabra, aunque la firmen. Ya lo dijo el diario londinense «The Times» en un número contemporáneo al mapa de Von Raden, con motivo de la firma del Abrazo de Bergara que puso fin a la Primera Guerra carlista: «En cuanto a los fueros, desde luego que el gobierno de la reina con la aprobación de las Cortes no tendría dificultad en prometerlos por su honor, porque sabe que con su honor nada compromete». Como es sabido, más tarde los fueros fueron abolidos a pesar del honor real.

Historias grandes y pequeñas. Me vienen decenas, y si buscara en mi ordenador, las encontraría a centenares. Al alcalde de Donostia, Fernando Sasiain, que había estado detenido por la Gestapo, le incitaron a retornar del exilio. No tenía delitos de sangre. La guerra hacía muchos años que había terminado. Vuelve, le dijeron. No te pasará nada. Volvió, fue detenido y terminó sus días en prisión. Atenuada quizás, porque le ingresaron en un manicomio y los psiquiatras también entraron en sospecha.

Recuerdo el caso de un jugador de fútbol. Otra falta a la palabra dada. La Real Sociedad, el mismo equipo que citaba unas líneas antes, y el Gobierno Militar de Donostia negociaron la vuelta del exilio de Manolín (Manuel Pérez), que previamente había sido condenado en rebeldía a 30 años de cárcel. Tras los acuerdos alcanzados, Manolín cruzó la muga con toda clase de garantías y se reincorporó a la disciplina de la Real hasta que dos meses después de su llegada fue detenido por la Policía, acusado de paso clandestino de frontera. Me dirán que era el franquismo y que todo era posible. Es cierto. Pero hoy también todo es posible.

No quiero aburrir con relatos pasados. Quiero, sin embargo, hacer notar uno, prometo que el último, que siempre me ha llamado la atención en esto de la seriedad. Fue relativo a un canje de prisioneros, en los estertores de la guerra civil. El canje había sido promovido por Manuel Irujo, del que ahora se cumplen 30 años de su muerte, a la sazón ministro de Justicia republicano, quien dejó en libertad a otros tantos presos fascistas detenidos en Barcelona. La aviación franquista bombardeó el tren en el que sospechaba viajaban los canjeables. Este incidente provocó que únicamente fuera efectiva la primera parte del canje, es decir que sólo fueron liberados los presos vascos cuyos apellidos estaban comprendidos entre la «A» y la «G». El resto, de la «H» a la «Z», corrieron peor suerte, continuando internados en la prisión bilbaína de Larrinaga, ya en poder de Franco.

Volviendo a nuestros días, hemos asistido en este año a un par de sentencias, por cierto de un tribunal especial como es la Audiencia Nacional, en las que los jueces dan un tirón de orejas notorio a la instrucción, en particular a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, por sus informes. La última es especial. Por ser la última, por supuesto, y porque lo explica al detalle.

Después de hacer un extraño y amplio repaso sobre la labor de los peritos policiales, su actitud más de testimonio que de analistas objetivos, quizás porque llueve sobre mojado, el juez Gómez Bermúdez remata que: «Del examen de la documentación unida a los informes y del resultado del propio interrogatorio en el plenario de los comparecientes, concluimos que no estamos ante una auténtica pericial pues los funcionarios actuantes lo que hacen es plantear al instructor una tesis tras el análisis de diferentes fuentes de conocimientos».

Hace unos meses, cuando se conoció la sentencia de «Egunkaria», los jueces también pusieron énfasis en las periciales de la Policía, ahondando en el mismo criterio: los informes son opiniones, sin contraste. Yo ya llevo unos cuantos años leyendo sentencias, estudiando diligencias, repasando informes solicitados por instructores, todos ellos desde 1936 hasta nuestros días y les puedo asegurar que no la totalidad, sería un «flipado» si lo afirmaría, pero sí un número importante, tienen un mismo sesgo. Los de hace décadas y los de hoy.

Un sesgo parcial, tremendamente parcial, como el del abucheo e insulto generalizado a Griezmann, como el de los aviones que bombardearon un convoy de presos canjeados bajo tutela de Cruz Roja, como el del gobernador que prometió al alcalde Sasian una vejez tranquila, pero en prisión, como el del policía que informa a Marlaska de que un joven presuntamente de Segi se había dejado el teléfono en casa para no poder ser localizado, prueba inequívoca de que iba a cometer un hecho delictivo; es decir, prueba contundente y definitiva de que ere un delincuente. Un vasco.

Por eso, señores y señoras que han llegado hasta este punto, jamás me podré fiar de una verificación española. No me han dado razones históricas para ganarse mi confianza. Tampoco presentes. Desde Intereconomía hasta «El País» (el último articulo de Barbería es el paradigma del delirio), desde la Unidad Central de Inteligencia hasta las dos últimas periciales («Egunkaria» y Udalbiltza), desde tantas instancias, prima el fanatismo contra lo vasco. Como en Getafe. Por ello, bienvenida esa verificación internacional. No sé quienes serán los verificadores, pero seguro que lo harán mejor que los de Rubalcaba.

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