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Mertxe AIZPURUA | Periodista

La traición de Portsmouth

Lo había explicitado por activa y por pasiva y lo dejó escrito en su testamento en 1869, un año antes de su muerte: «Pido a mis amigos que eviten que yo sea el protagonista de cualquier tipo de estatua o placa conmemorativa en ningún lugar». Era Charles Dickens, el de «Oliver Twist», el que comenzaba «Historia de dos ciudades» alertando del peligro que supone que el mejor de los tiempos coincida con el peor de los tiempos, el que sentía escalofríos ante la idea de quedar representado en efigie y el mismo que ha sido traicionado en esa última voluntad por el Ayuntamiento de su ciudad natal.

Portsmouth, ese lugar unido por ferry con Bilbo hasta hace poco, va a levantar una estatua con su imagen para atraer a turistas a la ciudad. Bien. Alguien dirá que la traición va en el ADN de la historia. Y que si la humanidad ha evolucionado desde aquel primer grito que se lanzó en una caverna, lo ha hecho en parte gracias a la traición. Lo sé. El progreso no deja de ser una perpetua infidelidad a lo anterior, así que en cierta medida, también la historia de usted, la mía y la de la vecina del sexto no son más que el fruto de sucesivas negaciones, rebeldías, vilezas e ingratitudes a todo lo que vamos dejando atrás. Ley de vida, norma de historia. Pero una cosa es eso y otra que un homenaje se dibuje con el frío puñal de la traición más humillante. Hay reconocimientos hirientes y éste es uno de ellos. Además de perfidia, Portsmouth denota una escandalosa falta de imaginación y evidencia que a Dickens no le quedan amigos. Deberían colocar la estatua boca abajo. Si ya no hay respeto, que haya al menos compasión. O más cinismo, porque así tendrían más turistas.

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