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Jon Odriozola | Periodista

Nacionalismo español (III)

 

Hace dos años final de la Copa del Rey entre el Athletic y el F.C. Barcelona. El himno español es ahogado por la sonora pitada de las dos aficiones concurridas en Valencia. El otro día, también en Mestalla, final entre el Real Madrid y el Barça. El himno es vitoreado mayormente por la afición blanca y abucheado por la culé. Una Copa devaluada y venida a menos es celebrada toda la noche en Cibeles de manera freudiana o, mejor, jungiana. Si el rival del Madrid hubiera sido, digamos, el Zaragoza, no hubiera habido tanto rebombio, ni muchísimo menos. Pero se trataba del Barcelona, no el equipo a batir deportivamente, sino el «enemigo» a derrotar. Y ello como quien alancea un moro. Porque un catalán no es un español «como nosotros» y, si lo es, lo es con fórceps. No hace falta que lo llame (=insulte) «separatista» pues, aunque permanezca mudo, yo se lo recordaré ejerciendo de «separador». Es como el chiste de El Perich: «ríndete, hijoputa, cabrón». Y el otro: «hombre, si empezamos así, insultando, se va a rendir tu puta madre».

Siguiendo ahora con nuestro autor de referencia, Pérez Garzón, pues no ocultamos nunca nuestras fuentes ni nos tiramos el moco de nada, diremos que desde mediados del siglo XIX hubo manuales escolares de historia española por primera vez obligatorios, es decir, la enseñanza se funcionarizó y ya dejó de ser una función gremial de maestro improvisado de primeras letras, que yo he visto de crío en aldeas burgalesas. Por lomenos, con el Estado liberal, aunque celoso de convertir a sus ciudadanos en «patriotas», no había tanto cura. ¿Qué enseñaban? A Modesto Lafuente, un precursor involuntario de la Enciclopedia Álvarez franquista donde, al menos, se asumió que la historia era algo más que la mera relación cronológica de reinados y dinastías y se hizo del «pueblo español» el verdadero protagonista de la historia de España, siempre, eso sí, a partir del relato cronológico de los reyes porque, en definitiva, la monarquía se exaltaba como hilo conductor del devenir nacional. El historiador Américo Castro rememora (murió en 1971, creo) que en la escuela le enseñaban que «Túbal, hijo de Jafet y nieto de Noé, fue el primer poblador de España». O sea, que «España» ya estaba... ahí. Es decir, «aquí», pero, ¿cuál? La de las Cuevas de Altamira, Trajano, Numancia, Viriato y Manolete.

Y en estos días que hemos estado de procesiones,cirios, saetas y la madre que los parió a todos, recordemos que en el Trienio Liberal (1820-23) de Riego había «procesiones cívicas» (hoy serían ateas) secularizando el martirologio de los luchadores por la libertad: los comuneros de Castilla, los patriotas (entonces «terroristas») de 1808, los militares Porlier, Lacy y, pocos años más tarde, Torrijos y Mariana Pineda. Ya no eran monumentos a los reyes, sino plazas y paseos como espacios públicos dedicados a bienhechores de la nación y su salud pública. Como, por ejemplo y sin ir más lejos, Iker Casillas, a quien quieren dedicar una calle en Madrid por inventar la penicilina, creo, no estoy seguro.

El niño preguntará al padre: «¿y este fulano, quién es?» Un héroe, hijo, un héroe...

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