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Iñigo Migliaccio Almandoz Licenciado en Antropología Social y Cultural

Bin Laden y el marine enterrador

La violación de los códigos culturales y los preceptos islámicos por parte de las autoridades norteamericanas obedece a un intento de destrucción simbólica del enemigo, que va más allá del intento de evitar un efecto totémico

El mundo entero asiste entre el asombro y la incredulidad, a la noticia de la muerte del mediático insurgente internacional Osama Bin Laden, sobre la cual planea la duda de la sospecha, a tenor de la fluctuante política informativa del Gobierno USA. En este artículo no pretendemos tomar parte en el debate ético, siquiera en el legal, de la desaparición del fugitivo saudí, sino dar cuenta de algunas reflexiones antropológicas suscitadas por la gestión del cadáver por las autoridades norteamericanas, culminada con el arrojamiento al mar del cuerpo exánime del activista.

El primer dato que debemos consignar es que los ulemas que se han pronunciado sobre el particular han juzgado no conforme a los preceptos islámicos el destino que ha deparado la Marina estadounidense a los restos mortales del finado -a pesar de las confusas explicaciones servidas por los medios oficiales-, habida cuenta que la entrega al mar de un creyente musulmán sólo se justifica por causas de fuerza mayor, por ejemplo, ante la imposibilidad de desembarcar el cadáver con celeridad. En segundo lugar, es algo bien conocido la importancia que detentan las exequias fúnebres en el Islam, y que debería haber orientado las decisiones de los responsables de la fuerza militar que abatió a Bin Laden. En efecto, el lamento por el fallecido (janaza en árabe) y los ritos funerarios subsiguientes ocupan un lugar central en la «liturgia» islámica, que apremia a la preparación del cadáver: a ser posible, el lavado, amortajado y el enterramiento deben realizarse antes de las primeras 24 horas del deceso. Existe una excepción, la del tratamiento especial dispensado a los mártires, a los que se exime del sudario y el lavado ritual, por entenderse que su sangre es el eximio testimonio de su martirio.

La violación de los códigos culturales y los preceptos islámicos por parte de las autoridades norteamericanas obedece a un intento de destrucción simbólica del enemigo, que va más allá del intento más o menos explicitado por los analistas políticos de evitar un efecto totémico, esto es, de prevenir la instauración de un «culto» yihadista a Bin Laden, que pudiera dar lugar a la emergencia de un peregrinaje político-religioso al locus santificado por la presencia del líder de Al-Qaeda. Tengamos en cuenta que, desde una perspectiva simbólica, las personas y objetos significativos condensan y hacen visibles un sistema de valores sociales y culturales determinados, y son representaciones ideales del ethos y las cosmovisiones de las comunidades que los ensalzan (en nuestro caso, el de la islámica, en su versión más insurgente). En esa lógica, afirmamos que existe un cierto paralelismo arquetípico entre el comportamiento de los estadounidenses y el observado por los vencedores de las contiendas de la antigüedad. Los dignatarios grecorromanos decretaban la aniquilación moral y espiritual de los vencidos mediante la destrucción de los altares y las efigies dedicados por las ciudades y clanes a sus dioses manes, e impidiendo el cumplimiento de las obligaciones rituales prescritas para los muertos por las leyes funerarias de las polis. Sólo así podían asegurarse de que las almas de los ciudadanos pasados a cuchillo no se volverían contra sus ejecutores. Y lo que es más significativo desde una hermenéutica actual, lograban la «aculturación» extrema del «Otro» vencido, que no es sino su eliminación integral del horizonte humano.

Ahora bien, la desaparición forzada del cadáver de Bin Laden permite otras reflexiones donde confluyen las nuevas tramas epistemológicas y antropológicas de la postmodernidad, de cuyas urdimbres extraemos la categoría de análisis del biopoder (desde una interpretación bastante libre del concepto foucaltiano). Los malos tratos dispensados a los detenidos de Guantánamo, literalmente denominados «técnicas de endurecimiento en los interrogatorios» por las autoridades, han determinado la suerte del líder abatido por las fuerzas norteamericanas (a tenor de la información sonsacada a los presos, según nos informan los medios de comunicación). Se trata de una vuelta a la «tecnología disciplinaria» somática (corporal) que fue empleada con profusión por las monarquías absolutas europeas, como afirma Foucault en su axial ensayo «Vigilar y Castigar». El cadáver de Bin Laden ha sufrido otra suerte de maltrato, el de su «invisibilización» simbólica, política y literal (y con él, el de todo lo que podría representar con su presencia); metodología aplicada con éxito por los grupos de poder hegemónicos -paradigmáticamente, el del poder patriarcal: baste pensar en el feminicidio del Norte de México- para hacer efectivo el orden de cosas que tratan de preservar.

En fin, en un clima de «realismo mágico» mediático, fuerzas especiales comisionadas por la élite de la Administración USA acaban con la vida de un fugitivo de la Justicia, y hacen desaparecer su cadáver en una paradójica «ceremonia» oficiada por el cuerpo de Marines. A nuestro entender, ese acto se inscribe en la estrategia global contrainsurgente, dentro de la lógica del «estado de emergencia permanente» que Walter Benjamin asocia al lenguaje del terror estatal de liquidación y volatilización de los finados por su aparato.

Corresponde a la conciencia crítica de la ciudadanía desmadejar la compleja red de intereses hegemónicos implicada en acciones «legendarias» como la protagonizada por los marines y orientar desde instancias de empoderamiento el rumbo que debe tomar la «cosa pública» en lo relativo a la autodefensa -sin anclajes en tramas opacas-, en orden a la supervivencia de nuestra propia civilización, que pasa por su armonización con las demás formas de entender y administrar el mundo.

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