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Jesus Valencia Educador Social

Un pueblo vivo

Es posible comer en las calles, dormir en los jardines y mear en las paredes. Sólo una conducta está prohibida y castigada: ser vasco

A Jesús Díez, navarro fino que se nos fue en plenos sanfermines

Ya se acabaron las fiestas de Iruñea dejando constancia de un pueblo tenaz en la defensa de su identidad y en la reivindicación de sus derechos. Los remilgados upeneos que la gobiernan consienten que se convierta por unos días en ciudad sin ley; es posible comer en las calles, dormir en los jardines y mear en las paredes. Sólo una conducta está prohibida y castigada: ser vasco. La plaza consistorial es defendida por una espesa guardia pretoriana para impedir la presencia de la ikurriña; las Casas Regionales gozan de tratamiento preferente mientras la barraca de Nafarroa Oinez -única superviviente al huracan Barcina- sigue ubicada en los confines de la fiesta.

Así y todo, los vestigios de un pueblo arraigado y creativo eran incontables en medio de aquella barahúnda foránea. Muchos y desafiantes balcones de Alde Zaharra exhibían los viejos símbolos del arrano y la enseña con las cadenas; otros se decantaban por la ikurriña, la banderola contra la dispersión y las proclamas a favor del euskera o de Gora Iruñea. Ejemplar clamor ciudadano frente a un gobierno municipal amordazante que no consigue silenciar las calles ni, menos aún, las balconadas. Este año las ikurriñas y la enhiesta bandera contra la dispersión consiguieron desbordar en la mañana del 6 de julio el cerco de los mastines. Lo suyo les costo. Cinco puntos de sutura en el brazo de un pensionista y muchas moraduras en cuerpos más jóvenes son algunas secuelas de la brutalidad municipal.

La Plaza del Castillo, pese al implacable vaciado barcinesco, exhibía cada atardecer las raíces de nuestra cultura; las melodías populares que con tanto acierto arreglara el capuchino Olazaran, convertían el asfalto de la plaza en un bullicioso y masivo baile de la era. El día 8 fue recordado German, el asesinado con impunidad manifiesta. También los presos y presas vascas en la figura de las excarceladas a lo largo del último año. Humor, calor y dolor se traslucían en bastantes ojos humedecidos cuando llegó la hora del homenaje: «Acumulamos tantos sentimientos --decía Peio- que a veces no los podemos ocultar». Los txistularis protagonizaron, una vez más, un bellísimo Alarde en el parque de Taconera. El mismo escenario donde sufre destierro (para vergüenza de todos los euskaltzales) la barraca del Oinez; allá podía encontrarse a incondicionales del euskera departiendo cena y a curtidas txozneras, diplomadas en bocatería, haciendo gala de sus habilidades. El verde de Independentistak pugnaba por abrirse camino en la abarrotada Estafeta del domingo, día 10.

Un día antes fue el turno de los cientos de cantores populares llegados de toda Euskal Herria; masa coral -abanderada por un navarro de Bizkaia- que atronaba las estrechas callejuelas con el repertorio euskaldun de nuestros mayores. Al mediodía, panza y danza. 640 comensales repletaban una pintoresca plazoleta rebosante de armonías. Blanca, sin olvidar a su sobrino preso, bailaba con entusiasmo al pie de la fuente. «Estoy muy contenta. Pese a tanto hostigamiento, somos un pueblo vivo».

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