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Barcos de papel y celuloide

Gracias al cine y la literatura hemos descubierto rutas fascinantes e inciertas dictadas a golpe de sextante y velas al viento. Pequod, HMS Surprise, La Hispaniola o el Deméter son algunos de los navíos en los cuales fuimos enrolados para ser partícipes de aquellas aventuras que siempre permanecerán en nuestra memoria.

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Koldo LANDALUZE |

En cuanto avistamos una vela en el horizonte, nuestra imaginación se dispara y nos devuelve el recuerdo legado por todas aquellas travesías que un día surcamos a bordo de multitud de barcos de papel y celuloide. En verano, cuando nuestra proximidad al mar aún es más cercana, cerramos los ojos y acompañados por la música de las olas que rompen contra las rocas y arañan la orilla, preparamos el petate, ascendemos la escala de un barco que tiene mil nombres y nos disponemos a vivir una nueva odisea de incierto final. Levada el ancla y con las velas infladas por el viento, recordamos algunos de aquellos navíos donde se escenificaron las más terribles y maravillosas historias.

Con la ayuda, primero de Apolonio de Rodas y posteriormente con la del romano Valerio Flaco, fuimos reclutados por Jasón para formar parte de la tripulación del Argo, un barco construido por Argos cuya apariencia exterior apenas difiere del tradicional pentecóntero griego: un barco de guerra preparado para albergar a 50 remeros. La principal singularidad de este navío radica en su proa, la cual posee el don del habla y la profecía gracias a que Argos la construyó sirviéndose de la madera de roble procedente del oráculo de Dodona. Respaldados por la siempre caprichosa ayuda de la diosa Hera, Jasón y sus argonautas partieron de Yolco hacia el norte de la Cólquide y atravesaron la Propóntide y el Mar Negro para dar con el paradero del codiciado Vellocino de oro.

Obsesionado con Moby Dick

Nuestro siguiente destino es el puerto de Nantucket (Massachussets) y sin prestar atención a las insistentes advertencias del enloquecido Elías, pisamos la cubierta del Pequod, un ballenero cuya tripulación cuenta entre sus arponeros con el caníbal Queequeg, el nativo norteamericano Tashtego y al africano Daggoo. Bajo la cubierta, a la luz de los candiles, un joven llamado Ishmael escucha las historias que rodean a este barco maldito comandado por el misterioso capitán Ahab cuya presencia es intuida en cuanto la luna se asoma y su pierna construida con mandíbula de cachalote golpea la cubierta del Pequod. Según nos relata Ishmael -posteriormente lo plasmaría en papel el escritor Herman Melville-, Ahab vive obsesionado con la captura de una gigantesca ballena blanca que los marinos han bautizado como Moby Dick.

Cada vez que una ballena se asoma por el horizonte, la cicatriz en forma de rayo que Ahab luce en su rostro se tensiona y subraya su temible aspecto. Al igual que su locura obsesiva por matar a esa bestia que le arrancó su pierna, su decepción se ve acrecentada en cuanto descubre a través del catalejo que esa ballena no es el Leviatán que porta en su lomo blanco los arpones de aquellos desdichados balleneros que quisieron darle caza y pagaron su temeridad con sus vidas.

A duras penas sobrevivimos al ataque definitivo que Moby Dick llevó a cabo contra el Pequod y aferrados junto a Ishmail al ataúd que un premonitorio Queequeg se hizo construir, vimos cómo se hundía el barco ballenero y a Ahab, atrapado entre la maraña de cabos que Moby Dick porta en su lomo arponeado, maldiciendo mientras la ballena lo arrastraba a las profundidades marinas.

Con intención de descansar, arribamos al plácido puerto de Withby en el alto de Yorkshire. De improvisto, durante la noche, una densa neblina cubre la localidad y el mar se encabrita. Desde el puerto es posible observar cómo una goleta reta al oleaje tormentoso y milagrosamente atraca en el puerto sana y salva. Nadie baja de este barco que responde al nombre de Deméter y son varios los curiosos que deciden subir a bordo para resolver este enigma.

La bitácora del capitan

La Deméter es una modesta goleta rusa que partió de Varna y recaló en un puerto del Bósforo con una tripulación de veinte hombres. No topamos alma humana alguna y llegados al puente de mando, descubrimos con horror que el capitán yace muerto y atado al timón. En su camarote leemos su cuaderno de bitácora en el cual detalla su accidentada singladura. Con letra nerviosa, revela que misteriosamente y noche tras noche, los miembros de su tripulación desaparecieron progresivamente. En la bodega de la Deméter sólo hallamos algunos cajones llenos de tierra y en la lista de pasaje un nombre reclama nuestra atención, Drácula. Incapaces de dar sentido a lo visto, compartimos mesa con un viejo lobo de mar que nos cuenta la leyenda de otro barco fantasma, «El holandés errante».

Según nos relata, este navío recorre los mares sin rumbo fijo envuelto en un halo fantasmal y el origen de su historia esta relacionado con un capitán holandés llamado Willem van der Decken. Este marino no dudó en vender su alma al diablo con tal de surcar por siempre los mares y a pesar de los temporales que Dios pusiera en su ruta. Este contrato llegó a oídos del mismo Dios quien castigó al arrogante comandante del «Holandés errante» a vagar eternamente y a no pisar tierra firme.

Curiosamente, esta leyenda está basada en la historia real de un marino del siglo XVII llamado Bernard Fokke cuya pericia al timón de su barco inspiró todo tipo de conjeturas relacionadas con la gran velocidad que alcanzaba su navío cada vez que realizaba sus travesías de Holanda a Java. Los marineros envidiosos no dudaron en afirmar que Fokke había vendido su alma al diablo a cambio de aquella velocidad imposible.

De entre los barcos fantasma destaca el episodio verídico del Mary Celeste, un buque que fue hallado entre Portugal y el archipiélago de las Azores en el año 1872. A pesar de que nadie se hallaba a bordo, en el barco todo permanecía intacto. Incluso el escritor Arthur Conan Doyle -en su obra «El relato de J. Habakuk Jephson»- alude a este episodio incluyendo en la historia del Mary Celeste sucesos extraños como la aparición de una taza de té que todavía permanecía humeante once días después de que el capitán dejara de escribir en su cuaderno de bitácora.

Relato de Edgar Allan Poe

En la única novela que escribió Edgar Allan Poe -«Narración de Arthur Gordon Pym»-, el escritor norteamericano legó para la posteridad un magnífico pasaje relacionado con el avistamiento de un barco fantasma. Dicho pasaje comienza así: «No vimos a nadie en cubierta hasta que el buque estuvo a un cuarto de milla de nosotros. Reparamos entonces en tres marinos que, por su vestimenta, tomamos por holandeses. Dos descansaban tendidos sobre unas velas viejas en el castillo de proa y el tercero, que parecía estar mirándonos con gran curiosidad, se inclinaba sobre la proa a estribor, cerca del bauprés. A juzgar por su aptitud parecía instarnos a que fuéramos pacientes, moviendo afirmativamente la cabeza de una manera alentadora, pero sumamente rara, sonriendo todo el tiempo y mostrando los dientes brillantemente blancos. En un momento dado vimos que el gorro de franela roja que llevaba en la cabeza se le caía al agua, pero él no pareció preocuparse por ello y continúo con sus extrañas sonrisas y gesticulaciones».

De esta pesadilla despertamos súbitamente con las campanas y redobles de tambor que resuenan en la cubierta de la HSM Surprise. Toca zafarrancho de combate y la tripulación pone en práctica las órdenes que dicta desde el castillo de popa el capitán Jack Aubrey «El afortunado».

Reparto de armas, los tiradores se colocan en sus puestos y los cañones ya asoman su morro aguardando impacientes a que la mecha prenda sus cargas de pólvora y metal. El escritor Patrick O´Bryan regaló el gobierno de este barco al capitán para que protagonizara unas aventuras enmarcadas en las campañas napoleónicas que, con posterioridad, pudimos visionar en la gran pantalla gracias a la magistral «Master and commander: al otro lado del mundo».

Antes de que Aubrey cogiera el timón de su amada fragata en la ficción, el HMS Surprise ya había surcado los mares reales. En su origen fue un navío de línea de sexta clase diseñado por Pierre-Alexander Forfait y que, por su pertenencia a la marina de guerra francesa, fue bautizado originalmente como L´Unite. Capturada por los británicos en Annaba, fue rebautizada como HMS Surprise y dotada con 24 carronadas de 32 libras en la cubierta superior, ocho obuses de 18 libras en el Alcázar y dos cañones de 4 libras en el castillo de proa.

Mientras el HMS Surprise escupe sus primeras andanadas y recibe la obligada respuesta del navío francés Acheron en forma de metralla, algo emerge del fondo del mar. A simple vista parece una de esas extrañas criaturas que habita en los insondables fondos del océano, una especie de narval, pero su cubierta de metal y la luminosidad que asoma por la cuenca de sus ojos de cristal, nos descubre que estamos ante un artilugio nunca antes visto. Cuando la escotilla se abre, se asoma una melancólica música interpretada al órgano por su capitán, Nemo. A bordo del Nautilus recorremos 20.000 leguas submarinas que acogen los pecios de aquellos barcos que siempre permanecerán en nuestra imaginación.

La Hispaniola y un tesoro

Un grumete llamado Jim Hawkins se despidió de su inocencia infantil cuando, oculto en el interior de un tonel de manzanas, descubrió el motín que planeaba el cocinero Long John Silver para hacerse con el mando de la Hispaniola. El escritor Robert Louis Stevenson fue el autor de esta aventura iniciática que lleva por título «La isla del tesoro» y fue su hijastro, Lloyd Osborne, testigo del inicio de uno de las grandes clásicos de la aventura. «Una tarde lluviosa -relató Osborne- mientras intentaba pintar con acuarelas una isla, Stevenson se apoyó en mi hombro y se puso a construir el mapa y darle un nombre. ¡Nunca olvidaré la emoción de la Isla del Esqueleto, la Colina del Catalejo, ni la emoción que sentó en mi corazón con las tres Cruces Rojas! ¡Pero la emoción fue aún mayor cuando él escribió las palabras 'La Isla del Tesoro' en la esquina superior derecha!». Por ese motivo, el verdadero y más importante destino no fue el hallazgo del tesoro sino la aventurá que, con desigual fortuna, compartió la tripulación de La Hispaniola en una isla esbozada mediante acuarelas. K. L.

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