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Mikel Jauregi | Periodista

Que alguien me lo explique, por favor

Aprovechando que en un par de días me cojo vacaciones, esta semana iba a escribir algo que pretendía ser «graciosete». Una especie de «nos vemos a la vuelta y, mientras, curren de mi parte y jódanse por la lluvia, el viento, la falta de sol...». Pero al final no he podido abstraerme de las noticias y, sobre todo, las imágenes que llegan desde Somalia.

Niños desnutridos y enfermos llorando en los brazos de sus desesperadas madres, miles de personas hacinadas en campos de refugiados, colas interminables para hacerse con algo de comida y agua... ¿Qué ocurre en el Cuerno de África para que haya estallado una crisis humanitaria de tal magnitud? ¿Puede alguien explicarme cómo puede ser que en pleno siglo XXI, cuando una aspiradora es capaz por sí sola de repasar toda la casa sin dejar una sola mota de polvo, a cientos de miles de personas se les escape la vida minuto a minuto? Hablan los expertos, las autoridades y los medios de la sequía más brutal desde hace muchas décadas, de los conflictos armados, del encarecimiento de los alimentos... Vale, puede ser, pero no lo explica todo: la sequía también está golpeando con dureza parte de EEUU, especialmente Texas, pero allí las personas y el ganado no caen como moscas. El problema es otro, el de siempre: norte-sur, riqueza-pobreza.

Hace dos días fui al súper: una bandeja de lomo, otra de pechugas de pollo, una pizza, una lechuga, cinco melocotones y un kilo de arroz; total, 11,95 euros. En Somalia, el precio del saco de arroz de 50 kilos, por ejemplo, se ha multiplicado por cinco: antes costaba menos de 5 euros, ahora unos ¡¡¡25!!!

En Occidente andamos preocupados por la deuda soberana de los estados, alucinamos porque un facha loco se lía a tiros en Noruega y casi tenemos pesadillas porque no sabemos qué ropa llevar a nuestro destino vacacional. En esa parte de África, padres y madres incluso se ven forzados a abandonar a alguno de sus críos para salvar al resto. Y su destino es un campo de refugiados, y quién sabe si también la muerte.

Me reafirmo en lo que escribí hace dos semanas: ¡maldita conciencia... y malditos todos! Y ahora, me voy de vacaciones.

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