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NARRATIVA

Amélie, «comme d'habitude»

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Iñaki URDANIBIA

Como ya es habitual, Amélie Nothomb publica una nueva novela con ocasión de la rentrée -siempre algo antes; como en esta ocasión, en la que el libro ya estaba en las librerías a mediados de agosto-. Lo viene haciendo con la regularidad propia de un peluco suizo desde que viese la luz su primer libro, «La higiene del asesino», allá a principios de los noventa. Desde entonces, la autora belga-nipona no ha fallado. Con ella, a muchos les sucede como con el Beaujolais: a mediados de noviembre, es verse obligados a responder al anuncio: «Le nouveau est arrivé».

La escritura de la autora de «La metafísica de los tubos» es de las que crea adicción y ello por varios motivos: uno, por su escritura ligera y dos, por enfrentar siempre en las páginas de sus libros temas candentes, y no me refiero a cuestiones de cronología sino más en particular a temas ligados a las relaciones humanas. Tan humanas que a veces hace que salten chispas. Todo ello sin obviar que muchas de las historias pertenecen a las propias vivencias de la autora. Recuérdense, como ejemplo de lo primero «Las catilinarias» o «Antichrista» y, de lo segundo, sus andanzas laborales y amorosas en tierras japonesas, o el infierno anoréxico («Estupor y temblores»...). Con respecto a los nombrados en primer lugar, uno parece ver confirmado aquello de vistiéndose de cordero acabas comido por el lobo o por algún caníbal, y lo digo a nivel metafórico. Sea dicho de paso, que aquellos que muerden sin darse cuenta, dejando a la víctima enfrentada a la aporía de no saber si es peor la estulticia o la maldad, son los peores. No seguiré por ahí, mas sirva como consejo seguro aquél que suministraba Gilles Deleuze con la sagacidad que le caracterizaba: se ha de evitar sentarse a la mesa con caníbales.

Ahora nos narra una historia que se va enredando entre magia, trampas, drogas e iniciación al amor. Un muchacho sin padre conocido es empujado a la calle por su madre, que quiere libertad para vivir tranquila con un hombre, tocayo de su hijo, Joe. Es adoptado por una pareja que le inicia: él, Norman, a jugar y trampear, y ella, Christina, en los afectos y los apetitos amorosos. Cuando cumple los 18 años asiste a una fiesta de malabaristas, fiesta que hasta entonces le había estado vedada ya que allá corrían los tripis. A partir de la experiencia, Joe se marcha de Reno a Las Vegas, donde trabaja de croupier. Los lazos «familiares» comienzan a enfriarse hasta la fractura total, con enredadas complejidades edípicas, como ya deja entrever el título. Nos hace entrar en las interioridades de los mecanismos obsesivos que se desencadenan en la intrincada mente de un jugador-mago fullero y resentido. Acabaré diciendo, de todos modos, que he degustado mejores cosechas.

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