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Carlos GIL | Analista cultural

Cinético


Es un abandono doloso de cualquier viso cultural convertir el cine en un desfile de marcas, cosméticos y mensajes dermoestéticos por una alfombra roja. La industria establece cuadrantes antes que planos. Los artistas se remojan en cócteles y saraos antes de cocinar un producto con renuncia previa a la búsqueda de la obra de arte. Se planifica antes la promoción que el guión. Se confunden los rangos y la escala de valores con la intención de mercantilizar hasta la propia naturaleza.

El tamaño importa. Las pantallas de las salas de cine menguan, se empequeñecen, mientras las pantallas de televisión crecen hasta ocupar paredes. En esa igualdad está la clave de la desafección, ya no impresiona un caballo cabalgando en un amanecer desértico, porque hemos visto caer en directo las torres gemelas. El sitito de este lenguaje cinético está en la poesía visual humanizada desprovista de avatares.

Imagen en movimiento convertida en una de las artes más populares de la historia de la Humanidad. El siglo veinte tuvo como componentes fundamentales guerras mundiales, marxismo, sicoanálisis, amenaza atómica y cine. Del documento al arte, el lenguaje cinematográfico ha sido una constante evolución dialéctica entre la ciencia química y física y la belleza intangible. Nada tuvo tanto poder como el cine para transmitir ideas. Hasta que llegó la televisión y bebió de todas las bellas artes clásicas, las redujo a componentes variables y las desestructuró para crear una nueva patología social, usurpadora de todas las esencias de la literatura, la música, la pintura o la danza, para pervertirlas y resumirlas en un producto de consumo fácil.
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