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Carlos GIL | Analista cultural

Flautista

 

Bartolo tocaba la flauta con un agujero solo. Un burro sacó unas notas de una flauta mientras buscaba pasto fresco. Los flautistas están estigmatizados porque dan apellido a unos perros que simbolizan una manera de estar en este mundo. Debe ser uno de los instrumentos más primitivos, después de la voz o la percusión sobre el cuerpo u otras superficies. Uno se imagina que mientras en las cavernas unos intentaban dejar en las paredes unos mensajes extraídos de una realidad alterada con unos tintes imperecederos, otros bailaban al ritmo de los que tocaban palmas y cantaban sus imprecaciones a la vulgaridad del temporal y el olor de los excrementos de los mamíferos superiores. El más taciturno soplaba por una caña pulida en la intemperie y sacaba unos sonidos que convocaban a los cernícalos a una merienda solanera.

Desde entonces la duda se extiende y el discernimiento entre cultura y arte se confunde como una extrañeza teórica que provoca angustias duodenales. Educación, instrucción, cultura parecen enfilarse en una linealidad que acaba siempre en el pragmatismo, mientras el arte se encarama a otro estante en donde no existe otra posibilidad de estabulación que el que mandan los comisarios y los gestores instrumentales de los contendores de ilusiones de manera interesada al servicio de los mercados.

En esta complejidad conceptual, el flautista no sabe si le siguen ratas o conejos, pero sigue soplando y camina hacia el abismo donde se escucha el eco de la caída de todo lo referente a la Cultura como bien común, como expansión democrática de aquello que debería formar parte del currículo escolar de cualquier nacido.

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