Donostia disfrutó la noche del domingo de una grandísima cita con la música para piano, de manos del neoyorquino Murray Perahia, un artista del que se podría decir que es una gran estrella «a pesar de todo», pues ha evitado siempre la imagen de divismo y glamour asociada habitualmente a los grandes solistas del piano. Pero su prestigio es tal que, como se esperaba, consiguió llenar de público el cubo grande del Kursaal.

De Perahia se ha dicho muchas veces que es una rata de biblioteca, por lo concienzudamente que investiga hasta los últimos detalles técnicos e históricos de las piezas que interpreta. Y, sin embargo, el Bach con el que inició la velada resultó maravilloso por lo natural, espontáneo y alegre que sonó en los oídos fascinados de quienes esperábamos, quizá, algo estilísticamente más afín a las modas actuales.

Fue un Bach en la gran tradición del piano (no del clave), al que siguió un Beethoven de una ductilidad expresiva excepcional y unos Intermezzos de Bahms que volvieron a evidenciar esa cualidad de las interpretaciones de Perahia: la intuición de que estas grandes músicas, tras su forma exterior de sonata o rapsodia, esconden una infinita complejidad de estados emocionales.

Es de imaginar que un pianista con semejante psicología podría hacer maravillas con la música de Schumann, y así ocurrió, en efecto, con las aparentemente sencillas «Escenas para niños Op.15», que fueron para mí lo más logrado del recital junto con Bach. Porque luego llegaron media docena de piezas de Chopin que, seguramente, los pianistas presentes en la sala observaran con algunos recelos, pues estaban exentas del exceso de poesía con que se las emborrona habitualmente. Pero a otros nos pareció magnífica la forma en que Perahia consiguió liberarlas de cualquier impresionismo y dotar de importancia estructural a todos esos motivos virtuosísticos que en manos de otros pianistas se entienden tan sólo como un adorno, bonito pero supérfluo.