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Antonio Alvarez-Solís Periodista

La sociedad de los necios

La inyección de grandes cantidades de dinero a la banca es una medida que Antonio Alvarez Solís califica de inmoral. El periodista aboga por un cambio de sistema, por la desaparición de la banca privada y la democratización de la gestión económica

Otra vez acudo al diccionario. Se trata de definir lo que es un necio. Visibilizar la necedad equivale a hacerla patente para poder así combatirla con rigor a fin de enriquecer la libertad personal o colectiva. Veamos pues lo que es la necedad según el diccionario y cómo procede el necio. Necio es el ignorante que no sabe lo que podía o debía saber. Segunda acepción: necio es el imprudente o falto de razón; terco y porfiado en lo que hace o dice.

Al fondo está la masa que votó al Sr. Rajoy, del que descubren a los quince días de gobierno que miente en su voluntad de conservar los avances sociales -salvo la migaja del misérrimo aumento de las pensiones, ese 1% sobre casi nada- y que asimismo falta a la verdad en su vagorosa afirmación de crear empleo. Esa masa necia que ahora empieza a echarse las manos a la cabeza forma parte notable de los once millones de votos que fueron depositados en la urna «popular». Ciudadanos porfiados que condenaron a los socialistas como si ellos hubieran originado el desastre, del que sólo extrajeron, aunque con mucha decisión, notables beneficios, sin tener en cuenta que fueron Aznar y los suyos, Rajoy incluido, los que hincharon la burbuja con su explotación del ladrillo, su facilitación culpable de la deuda y su infamia de la guerra. Tan necios son esos españoles que ahora empiezan a volver sus ojos esperanzados hacia el UPyD de una ultraintegrista como es Rosa Díez, señora de la familia de los saltimbanquis. ¿No podían los tales españoles imaginar, puestos ya a clamar por la limpieza democrática, una reinstauración republicana, limpia, popular y honesta como aconteció con vigor y buena fe en 1936? Una república -de esto hay que avisar de cara al futuro- al fin traicionada desde dentro por los Calvo Sotelo, los Goicoechea, los Gil Robles, los indeseables de Lerroux, los bárbaros serafines joseantonianos o los decadentes maquinadores monárquicos colados de rondón en la estructura republicana desde los tiempos iniciales de la Junta de San Sebastián.

Unos necios que ya empiezan a revolverse contra el Gobierno Rajoy, al que sahumaron con su palabra y su voto aún no hace más de un mes, como si el nuevo y desdibujado presidente se negara a arbitrar el imposible milagro del bienestar. Que Rajoy bailaba en torno a una hoguera como brujo expedito de toda verdad parece evidente. Que Rajoy requería día tras día frases para encandilar a incautos resulta indiscutible. Porque Rajoy y quienes le rodean saben perfectamente que buscar la reparación del daño social causado es imposible dentro de la actual estructura. El Sistema es lo que falla; su raíz está seca y nada logrará el riego de infinitos millones sobre la planta financiera, que vive ya de una asistencia pública punible. La Banca se limita a sanear sus escabrosos balances con el dinero recibido de los aún poderosos centros reguladores de la fuente monetaria y solamente distribuye créditos a los grandes grupos empresariales que asimismo son parte del mecanismo financiero; un dinero que los centros reguladores del caudal monetario extraen de pueblos depauperados merced al inmoral recorte de los servicios públicos y el acoso a las masas mediante los recrecidos impuestos directos e indirectos.

En las grandes decisiones políticas actuales hay algo particularmente inmoral y por tanto ofensivo para el buen sentido: que el riego sin límite de ese obsceno dinero sobre la Banca no esté acompañado de una medida coactiva eficaz que forzase la regresión de esos regalados caudales hacia la economía real. El dinero que sale de la calle ha de regresar a la calle. Al llegar a este punto no se alegue por la tarasca social, con escándalo sonoro, que una obligación de retorno del dinero al suelo que lo ha producido atentaría a la libertad de mercado, ya que esa libertad es ya injustificable desde el momento en que una parte vital del tráfico económico, como es el financiero, está siendo sostenido artificialmente por el poder público ¿O acaso han desaparecido del comercio de los grandes números quienes los han llevado al fracaso? ¿Qué clase de perfección cabe alegar, en una situación tan dramática y patente, respecto al quehacer empresarial, que presume de motor de la riqueza? Es justo en estas circunstancias que la nación exija que el poder financiero deje de estar en manos de círculos privados y que la financiación necesaria para que la economía real funcione saludablemente sea gobernada por un gran banco comercial de carácter público.

El sumidero de la banca privada debe desaparecer. La financiación de las pequeñas y medianas empresas debe apoyarse en una gran institución bancaria de carácter socialista, aunque la palabra produzca repulgo dado el gran engaño socialdemocrático. Una vez más parece evidente que el fomento de la libertad individual, ejercida con toda la decidida energía necesaria que evite una nueva piramidalización de empresas, ha de apoyarse en la socialización de los elementos vitales y básicos que han de seguir en manos del pueblo o de la calle, recurso lingüístico este último citado que es preferible usar si es que la palabra pueblo asusta también a quienes, ya se pregonen de izquierda o ejerzan de derecha, gobiernan con el ojo de la violencia puesto sobre las masas.

Evidentemente, se ha de multiplicar una constante pedagogía para acabar con dogmas como el que sostiene que la creación de la riqueza es gestada por unos concretos individuos que hablan con absoluta obscenidad de «su» dinero y de «su» riesgo, valor o talento. Hay que afirmar con toda rotundidad que la creación económica nace del huevo de las necesidades colectivas y que el dinero surge del trabajo social. Los gestores que manipulan esas necesidades y ese trabajo han de funcionar siempre y en todo momento teniendo en cuenta que los talentos y las habilidades no son elementos que justifiquen la propiedad explotadora. Esos gestores han de someter su actividad -si es que se quiere hermanar, aunque sea muy difícil, libertad económica y justicia social- al control popular, para lo cual se hace preciso un funcionamiento democrático caracterizado por la cercanía de cualquier gobierno a la calle y por la intervención constante de los escalones en que opera la voluntad de la nación. El infierno de la globalización, que es la falsaria interpretación de un universalismo corrompido, no puede repetirse nunca más en la historia de la sociedad.

Dudo mucho que la sociedad española sea capaz de tomar las riendas de su existencia en la propia mano. El español, y hagamos cuantas excepciones sean necesarias, aguarda siempre las decisiones que sobrevienen como un maná de una mano milagrera y perversa. Pero este abandono del espíritu histórico con que se forjan todas las colectividades realmente progresistas puede corregirse si España deja de constituir un bloque ineficaz y notoriamente huérfano de ideas poderosas. Seguramente los historiadores del futuro dedicados a lo español valorarán con otro sentido distinto al que emplean tantos historiadores del pasado y del presente la aportación que están suponiendo las singularidades catalana o vasca. Catalunya y Euskal Herria son piezas muy valiosas para que ruede el motor español, pero esta acción estimulante por la producción de sinergias sólo es factible si Catalunya o Euskal Herria funcionan con capacidad soberana a fin de desarrollar lo mejor de sí mismas. Creo que esta realidad acabará imponiéndose en el alborotado escenario de lo español, decorado con un visible exceso de elementos barrocos que convierten la jacarandosa y frágil españolidad en una deleznable exhibición de autocomplacencias.

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