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Antonio Alvarez-Solís Periodista

Libertad de mercado y equilibrio social

En su artículo, Alvarez-Solís plantea una pregunta hoy más necesaria que nunca en torno a la libertad de mercado, presentada como beneficiosa para la sociedad en los aspectos tanto material como social, y propone una reflexión sobre la supuesta igualdad de oportunidades y otras bondades atribuidas a ese mercado.

Aferrados agónicamente al borde del planeta, tal como nos encontramos al empezar este siglo XXI, hay que formularse con todo rigor una pregunta decisiva: ¿es cierto, sólidamente cierto, que la absoluta libertad de mercado es beneficiosa para la salud moral y material de la sociedad? Antes de insistir en la esencia de esa libertad ¿no sería necesario reflexionar primero sobre la igualdad de oportunidades que dice facilitar ese mercado, la justa satisfacción de las necesidades de cada ciudadano o pueblo y la real posibilidad de esos ciudadanos y de esos pueblos para lograr una vida plenamente responsable? Si echamos un vistazo somero sobre el panorama de la sociedad que domina ese mercado, el resumen de lo observado es visiblemente amargo y catastrófico. Pues bien, ¿esa situación catastrófica es fruto de una inexistente o incompleta libertad de mercado o, por el contrario, deriva de una incapacidad de esa libertad para garantizar una mínima y serena satisfacción vital a las masas? Tal como está concebido hoy el mercado según sus líderes ideológicos, ¿no parece el responsable de los múltiples dramas existenciales que padece el mundo?

Ante todo hay que empezar por definir la libertad de mercado por ver si no se le asignan a este virtudes inexistentes en cuanto al desarrollo o crecimiento general de las poblaciones. Aunque la definición resulte comprometida, parece evidente que la libertad de mercado ha de entenderse, según sus corifeos, como la total y estimulante posibilidad de intercambiar mercancías y servicios en condiciones libres de cualquier coacción, ya consista en condicionar de alguna manera a una de las partes o en someter el intercambio a reglas previas dictadas por un poder dominante. Según sus defensores, este tipo de mercado libre produce una mejora universal de la vida y multiplica una benéfica actividad económica. Y bien, ¿vivimos esa realidad en el actual sistema de intercambio mundial de mercancías o servicios defendido por las principales potencias y sus directivos económicos o financieros? Evidentemente no. Es más, ni siquiera en el ámbito interno de las grandes potencias funciona el mercado con una significativa limpieza de reglas. El mercado está gobernado en el seno de esas potencias por leyes insidiosas, proteccionismos tangenciales y connivencias múltiples que le convierten en un martillo monopolístico. Cuando se habla del poder del mercado se está hablando de un poder inverecundo y procaz, donde una minoría dominadora ofrece, como mucho, un triste derecho de adhesión a los productores o consumidores débiles, muchos de los cuales no poseen la información mínima ni los medios para decidir su postura, con lo cual entran, ya de principio, en la subordinación más empobrecedora. La mayoría de los precios esenciales en esos mercados llamados libres no están fijados por  una transparente y equilibrada relación entre producción y consumo -cuya justicia social también habría que examinar-, sino por acuerdos inmorales, estipulaciones viciadas y colusiones de voluntades. El mismo marco básico en que se fijan los precios de venta y compra más relevantes, como es la Bolsa, puede ser corrompido por maniobras perversas a las que se dota de una solemnidad y valor que ocultan la más patente inmoralidad. Todo este equívoco y estragado funcionamiento se lleva a cabo, además, con tal  insolencia que produce los más encendidos y universales elogios para quienes manipulan indecorosamente precios y ventas y provoca la mayor de las censuras para los que, muchas veces con simpleza no sé si censurable o no, son víctimas de las maniobras acontecidas en el parqué. Los triunfadores en el mercado libre suelen poseer un orillo inconfesable o, por lo menos, sumamente sospechoso.

La libertad tiene un nombre tan hermoso que sirve de envase a mil trapacerías. Ya de principio suele llamarse libertad a un mecanismo que carece en su funcionamiento de igualdad inicial; más aún, se tiene por libertad lo que acontecen una serie de instituciones, personas y poderes que previamente determinan el objetivo, alcance y fruto de esa libertad. En multitud de casos la libertad suele constituir una trampa del lenguaje. En primer lugar, no se determina inicialmente si hablamos de una libertad con un alcance individual o de una libertad ejercida por un colectivo. Tampoco se aclara, en este último caso, si se trata de un colectivo excluyente o generalizador. Quizá la libertad verdadera consista en un funcionamiento individual orientado hacia el mantenimiento leal y fructífero de la realidad colectiva a la que pertenece el individuo. Si se acepta este último enfoque hemos de tender a un mercado en que la libertad no puede dejarse a la completa determinación individual sin que el mercado se transforme en una forma radical de dominación, que siempre termina en injusticia y, por tanto, en desastre. El dogma del mercado libre acaba, como todos los dogmas, en una estructura dirigida por sus administradores al abuso constante del medio dogmatizado con el fin de subsistir. El dogma pudre la libertad y acaba por convertirse en totalizante, lo que conduce per se a que la dirección para lograrlo sea incorrecta. Lo que se conoce por mercado libre se ha convertido en un dogma y, por tanto, en una fuerza devoradora de todo lo que le impida subsistir.

Pero ¿qué es lo que puede sustituir al mercado libre? En principio parece que el mercado social, esto es, el que está orientado a facilitar a la sociedad aquello que la ayude a mantenerse en un plano orgánico confortable. En el seno de esa sociedad orgánica cada elemento constituyente ha de aportar lo que su medio o facultades le permitan y recibir lo que necesita. Una sociedad así ha de respetar al menos dos principios: la división del trabajo y una rentabilidad aceptable de lo que produzca. Y no se trata de agobiar a quien lea estas reflexiones con el peligro de un socialismo mecánico y de un verticalismo empobrecedor, sino de todo lo contrario. Se trata de evitar acumulaciones indigeribles de riqueza, que acaban paradójicamente en la autofagia de los mismos poderosos, que es lo que estamos viviendo en los principios del siglo presente.

El mercado libre, cuya defensa actual supone tanta sangre y privaciones elementales para millones de individuos y miles de pueblos, ha acabado en un agujero negro. No se puede alegar, para mantenerlo vivo, que se va a proceder a su reforma ética profunda. Una y otra vez el mercado libre volverá a su verticalismo perverso y a su alma colonial. La libertad es una sustancia elemental sólo conservable si se practica colectivamente por el cuerpo social, es decir, si es capaz de contener en potencia o en acto -ahí enlaza la libertad con la democracia- todas las aspiraciones o posibilidades de la colectividad. Estamos, pues, ante un problema de madurez intelectual ¿Dispone la sociedad presente, sobre todo la capa encargada de su regimiento, de esa madurez? Creo que enfrentarse a esa carencia es la tarea básica de todo movimiento revolucionario. La cultura que ahora está en quiebra fue vertebrada por una libertad de capas medias ilustradas. Fue una cultura limitadamente burguesa. Ahora se trata de ampliar la libertad para incluir en ella a las masas. Todo esto creo que tiene mucho que ver con la libertad de mercado. El mercado es una forma existencial de practicar el poder, tanto por parte del que vende como por parte del que adquiere. Y el poder que se necesita ha de girar sobre el eje universalizador de las necesidades que diseñan al consumidor presente y sobre la capacidad igualitaria de los productores, individuos y pueblos para satisfacerlas. Si quieren llamar a esto socialismo, pues será socialismo.

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