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Theo Angelopoulos: el viajero que nunca regresó a Itaca

El pasado martes 23 de enero y a la edad de 76 años, el prestigioso cineasta griego Theo Angelopoulos fallecía tras ser atropellado por la moto de un policía. Mientras se investigan las extrañas circunstancias que han derivado en su muerte, redescubrimos la mirada inquieta, poetica y reflexiva de un creador que ha legado para la posteridad obras tan renombradas como «La mirada de Ulises» y «La eternidad y un día».

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Koldo LANDALUZE | DONOSTIA

Ni siquiera un cuchillo es capaz de cortar esta niebla tan densa. Es niebla que oculta cicatrices de una guerra que ha desgarrado las entrañas balcánicas y aquí no hay espacio para el grito doloroso. Únicamente el murmullo del viento gélido y un ancestral salmo bizantino dotan de voz y cordura la nada de una escenografía habitada por fantasmas errantes.

De entre estos espectros que perseveran en su empeño por continuar entre los vivos, surge una mirada. Es la mirada del eterno viajero, aquel Ulises que se perdió en su intento por regresar a Itaca y que se ha convertido en testigo de excepción de este paisaje que no quiere mostrar al viajero lo que oculta al otro lado de esta niebla. «Quería perderme, pero es preciso que continúe. He soñado que sería el fin del viaje. Pero es extraño, mi fin es mi principio». Así se expresa el personaje que Harvey Keitel interpreta en «La mirada de Ulises»; un cineasta exiliado que, cuando regresa a Grecia, personifica el drama del Ulises moderno que cruza el umbral de la escenografía real e histórica de los Balcanes y asume la imposibilidad de poder encontrar ese siempre esquivo camino que le debería devolver a una Itaca que, quizás y para desesperación del viajero, ha dejado de existir.

Tal y como detalla Angel Quintana en el excelente monográfico que Nosferatu dedicó a Theo Angelopoulos: «En su cine, la decepción provoca angustia, pero no conduce al desencanto. Aunque Itaca no exista, Ulises debe continuar buscando el camino de regreso a casa, atravesando las numerosas fronteras que entorpecen su retorno. La `no reconciliación' sólo puede superarse a partir de la esperanza utópica de una armonía y en la búsqueda de una cadencia armónica se encuentra el gran reto del cineasta. El poder demiúrgico de la ficción le ayuda a trascender la realidad, a poetizarla, a ritualizar sus representaciones, a coreografiar los desplazamientos de las masas y a obsesionarse por buscar el concierto en un universo sin sentido. El reto consiste en transformar el espacio de la barbarie en espacio de la cultura. Por eso, en `La mirada de Ulises', los habitantes de Sarajevo aprovechan la niebla para recuperar la poesía y los residuos de una civilización destruida».

En el año 1977, el colectivo Nosferatu dedicó una sobresaliente retrospectiva a Theo Angelopoulos que incluía los títulos «La mirada de Ulises» (1995), «La reconstrucción» (1970), «Días del 36» (1972), «El viaje de los comediantes» (1975), «Alejandro el Grande» (1980), «Atenas, retorno a la Acrópolis» (1983), «El apicultor» (1986), «El paso suspendido de la cigüeña» (1991), «Los cazadores» (1977), «Viaje a Citera» (1984) y «Paisaje en la niebla» (1988). El propio cineasta, que por entonces se encontraba ultimando los detalles de una de sus películas más prestigiosas, «La eternidad y un día» -con la que ganaría la Palma de Oro de Cannes al año siguiente-, llegó a Donostia para presentar este ciclo.

Fruto de una entrevista que derivó en conversación presidida por una botella de vino blanco son algunas de las impresiones incluidas en este breve recorrido dedicado a la figura de un creador único de imágenes repletas de poesía y miradas incisivas. «Para mi, la cámara es una paleta repleta de colores -confesaba Angelopulos-. La cámara continúa siendo un misterio porque sus posibilidades son infinitas. Captar la imagen, capturarla y devolverla convertida en cine, es una evolución que me fascina. En mi caso, cada una de mis películas surgen en el momento preciso porque están estrechamente ligadas a la realidad de su momento pero... curiosamente, yo no creo que sean muy dependientes de esa realidad, ni siquiera aquellas películas en las que he retratado a mi manera sucesos o personajes históricos. Cuando inicio la captura de esa idea que fundamenta la base de una película, sigo el mismo proceso que otros cineastas que se basan en un libro o una noticia, pero... creado ese engranaje argumental, busco muy dentro de mi ese algo que otorga un sentido a la historia y que ha permanecido en las entrañas de la consciencia. Por ejemplo, ahora, mientras estoy escribiendo el guión de mi nueva película -`La eternidad y un día'-, me pregunto constantemente ¿Por qué hacer esta película? ¿Para qué? Y muy dentro de mi surge la respuesta a esta cuestión que tiene su origen en la muerte de Gian Maria Volonté. La película no va tratar sobre Volonté, pero el dolor que me produjo su muerte, han inspirado todas y cada una de las palabras que alberga este guión».

Desde sus inicios en el medio cinematográfico, a mediados de los años 60 y rodando vídeos de carácter político, Angelopoulos sintió un vínculo muy especial por la cinematografía europea, y en especial con la italiana; nunca ocultó su admiración por Federico Fellini y siempre que la ocasión o la pregunta lo requería, utilizaba una frase del maestro italiano para definir su visión del cine. «Cuando a Fellini le preguntaban cómo nacían sus películas... de donde surgían, él se limitaba a responder: `No lo sé, pero lo cierto es que llegan'».

Fruto de esa admiración hacia el cine italiano fueron sus deseos de trabajar junto a destacadas figuras de esta cinematografía, como en el caso del guionista Tonino Guerra o el totémico Marcello Mastroianni. Entre su filmografía destaca la célebre trilogía integrada por «Días del 36» (1972), «El viaje de los comediantes» (1975) y «Los cazadores» (1977) o su segunda trilogía inacabada la cual estaba dedicada a su Grecia natal y que se inició con «The Weeping Meadow» (2004). En esta película, Willem Dafoe interpreta el rol de un director norteamericano de ascendencia griega cuyo propósito es rodar una película basada en su propia historia y la de sus padres -interpretados por Michel Piccoli y Irene Jacobs-. Esta excusa argumental le permitió a Angelopoulos fijar su interés en los grandes sucesos que convulsionaron Europa desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del muro de Berlín. Presente y pasado se funden en este proyecto que incluye las habituales constantes dramáticas que utilizó este poeta de la imagen. «Reconozco -afirmó Angelopoulos- que en mi obra subyace una fuerte presencia de la nostalgia. Recuerdo que, en una ocasión discutí con el cineasta ruso Andrei Tarkovsky acerca del origen de la palabra nostalgia. Él afirmaba que era rusa y yo le respondí que era griega. Creo que yo tengo razón porque está compuesta por dos palabras griegas; `nostos' -que significa volver a casa- y `algos' -que quiere decir dolor-. Yo he intentado aplicar el sentido de esa palabra a mis películas».

Otro de los elementos más destacados de su discurso cinematográfico radicaba en la presencia de una escenografía muy alejada de sus orígenes. «Es cierto -respondía el autor de `La mirada de Ulises'-. Mi padre era del Peloponeso y mi madre de Creta. Al igual que mis padres yo también nací en el sur y siempre me intrigó lo que había en el norte. Esa fascinación se me quedó grabada para siempre y, por ese motivo, yo que pertenezco a un paisaje luminoso donde el sol y el mar tienen una especial relevancia, tiendo a buscar lo contrario. Por eso en mis películas hay niebla, lluvia y nieve».

El viajero observador

En sus películas siempre topamos con la imagen de un observador, un viajero que tiende a regresar a su hogar. En cada de uno esos viajes, los protagonistas asisten al progresivo derrumbamiento de un pasado -el adiós a la infancia siempre resulta doloroso-, sufren el desencanto de lo que observan a su alrededor. La fuerte carga nostálgica pesa sobre los hombros de estos viajeros porque son Ulises que jamás volverán a pisar Itaca y jamás volverán a besar a Penélope.

Siempre fue un hombre que se empleó a fondo a la hora de reivindicar la cultura y mostrar su disconformidad por las errantes políticas modernas, sobre todo la griega. En este sentido, el último filme cuyos detalles estaba ultimando, centraban su interés en la galopante crisis que padece su país. «Cuando debía tener dieciseis años -decía Angelopoulos-, una mañana me desperté y Dios desapareció de mi vida. Fue un trauma considerable que fue reemplazado por la creencia en el socialismo».

Festivales como los de Venecia, Berlín o Cannes siempre acogieron de buen grado la mirada pausada de este creador y fruto de su constancia fue la Palma de Oro que logró en Cannes el año 98 con una de sus películas más aplaudidas, «La eternidad y un día». En esta película, Bruno Ganz da vida a un poeta cuyo reloj vital está a punto de detenerse y empleará sus últimos días en rememorar esos instantes que nunca pudo compartir con su esposa fallecida. Tras descubrirse a sí mismo como un perfecto desconocido, y a escasas horas de su muerte, encuentra su redención personal ayudando a un niño albanés que, perseguido por la policía y las mafias, ha cruzado la frontera de Grecia. En este paisaje, dos personas se encuentran y ponen de manifiesto sus respectivas bifurcaciones: el niño se enfrenta a un nuevo e incierto futuro y el poeta se redescubre a sí mismo en estos sus últimos días de vida.

Con la muerte de Angelopoulos desaparece la mirada intensa, emocional, nostálgica de uno de los mayores y más fértiles creadores europeos. Al igual que sus personajes, ha iniciado un viaje sin regreso hacia una Itaca imposible.

RETROSPECTIVA

En el año 1977, el colectivo Nosferatu dedicó una sobresaliente retrospectiva a Théo Angelopoulos. El propio cineasta, que por entonces ultimaba «La eternidad y un día», llegó a Donostia para presentar este ciclo.

CINE ITALIANO

Desde sus inicios en el medio, a mediados de los 60, sintió un vínculo especial por la cinematografía italiana; nunca ocultó su admiración por Federico Fellini y quiso trabajar junto a destacadas figuras del cine italiano.

Reflexiones cinematográficas

En el transcurso de aquella entrevista del año 97, Theo Angelopoulos resumía de esta manera su vinculación con el medio cinematográfico. «Mi relación con el cine se inicia después de la guerra civil, finalizado el `Diciembre rojo', en el año 45. A pesar de que a mis padres no les gustaban cierto tipo de películas, yo y un grupo de amigos, acudíamos a un cine del barrio. Todavía recuerdo esos momentos de tensión a la hora de meternos en aquella sala oscura. Eramos muy pequeños y jamás podré olvidar cuando se proyectó la película de Michael Curtiz `Angeles con caras sucias'. A esta película pertenece una de mis escenas favoritas, cuando el personaje que interpreta James Cagney es condenado a la silla eléctrica y sólo podemos ver su larga sombra proyectada sobre una pared. En ese instante definitivo, Cagney exclama «¡Yo no quiero morir!». Aquel grito fue terrible... y desde entonces, todavía lo tengo grabado en la memoria. Yo crecí con el cine italiano... adoraba el cine de Visconti y siento tristeza por lo que ha ocurrido con aquella ciudad de cine mágica que se llama Cineccitá. Federico Fellini fue su último y gran inquilino. También me sorprendieron mucho las posibilidades y ofertas de la Nouvelle Vague pero, soy muy apegado a mi cultura y, es evidente que todos los pueblos que compartimos el Mediterraneo, contamos con un nexo de unión común que posibilita una cercanía inevitable. A pesar de no saber sus idiomas, cuando yo escucho a italianos, portugueses o españoles yo siento que los comprendo». K. LANDALUZE

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