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Iratxe FRESNEDA Periodista y profesora de Comunicación Audiovisual

La eternidad y un día

Theo Angelopoulus, su cine, forma parte de los recuerdos que protejo con ahínco en una de esas parcelas de mi memoria a la que recurro en casos de urgencia. Son recuerdos que visito en busca de estímulos que suplan la carencia de imaginación. Estímulos e inspiración que se cobijan tras los secretos escondidos en algunas películas. Filmes que van más allá del vacío sobrevalorado de ciertas propuestas cinematográficas (las buenas películas siempre guardan secretos, dijo alguien alguna vez...).

En la vida hay casualidades maravillosas y una de ellas propicio que Angelopoulus hiciera cine. No sin dificultades se inicio en el oficio y busco en la trastienda de la historia de su país, Grecia, a la que sumergió en la niebla y en la oscuridad a través de sus relatos audiovisuales. Y en esa oscuridad fronteriza y prófuga, tierna, sitúo a «La eternidad y un día». La vi en una sesión de medianoche del Zinemaldia y jamás olvidaré la proyección.

Un niño que escapa y un anciano poeta moribundo. De viaje, buscando consuelo ante la soledad y el desasosiego que les invade. El paisaje les acompaña, la soberbia música de Eleni Karaindrou rescata al espectador para hacerlo cómplice de la historia que nos cuenta Angelopoulus, una historia en la que el miedo une, con ternura, a dos seres humanos que se cruzan por azar. La belleza de esta cinta reside en una `compleja sencillez', un minimalismo grandioso que expresa mas allá de lo que se ve a simple vista. Sus imágenes se quedan con nosotras, nos acompañan en esa búsqueda en la que el cine es a veces nuestro cómplice. Un autobús en el que viajan la música, la política, el amor, la vida y la muerte, un niño y un anciano... Un día y la eternidad. Theo Angelopoulus.