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Xabier Silveira | Bertsolari

Crisis

La policía me acusa de intentar atracar la gasolinera y de matar al empleado. Y yo solo quería dar de comer a mis dos hijos cuando aquella angustia se apoderó de mí y aquel desgarrador llanto me taladró los oídos

Aquella angustia que se apoderó de mí, aquel desgarrador llanto que me taladraba los oídos, y la escopeta de caza -única herencia de mi difunto padre- en el trastero.

No paraban de llorar; ni yo podía dejar de culparme. Cerré la puerta de su habitación y fui directo al trastero. Busqué la sierra metálica, saqué la Beretta de su funda y con bastante más dificultad de lo que el cine nos ha hecho creer le corté los cañones a la yuxtapuesta. Mi padre, mi difunto padre, se había gastado cinco mil euros en aquel cacharro y no había abatido con él ni una sola pieza. ¡Cinco mil euros!

Volví a su habitación y los miré por última vez. Aún lloraban cuando cerré la puerta al salir de casa. Bajé en ascensor al garaje y me monté en mi Audi que, por cierto, ¿Quién me mandaría comprarme un coche idéntico al de mi jefe? Arranqué, puse a rodar los casi seiscientos euros mensuales, familiar, full equipe, los neumáticos enseñando alambre y el depósito en reserva, y me dirigí a la gasolinera de la rotonda. No sé por qué decidí que a una gasolinera, ni sé por qué decidí que a aquella, el caso es que así lo hice y en dos minutos me planté allí. Paré durante unos segundos junto a los aspiradores, a unos cincuenta metros de las bombas expendedoras de combustible, para mirar y ponerme el pasamontañas.

Un solo dependiente sentado en la caja y nadie repostando. Fue el único momento en que pensé que la suerte podría ponerse de mi lado.

Dejé el coche arrancado junto a la puerta, me bajé escopeta en mano, entré y encañoné al sudoroso buzo con gafas: Dame el dinero que haya en la caja. ¡Rápido!

El hombre se puso pálido, balbuceó no sé qué y no le di tiempo para más: ¡Saca la pasta me cago en Dios! Abrió la caja entre temblores y pequeños espasmos labiales que pudieron ser palabras, y andaba intentando pescar billetes como quien persigue una pastilla de jabón en la bañera cuando en su expresión facial un terremoto sacudió todos y cada uno de los músculos de su cara.

Me volví para ver qué había visto él para sentir en el mismo instante tal cantidad de miedo, felicidad, odio, asco, tristeza, sorpresa y desprecio, y vi cómo un agente de la policía foral rodaba por los suelos empuñando su arma y se parapetaba tras una de las vigas que soportaban el techo ondulado y azul de Repsol.

Al mismo tiempo, un coche patrulla llegaba y se cruzaba junto a los aspiradores. Tras él se atrincheraron sus dos ocupantes y un megáfono: ¡Salga con las manos en alto! Agarré del cuello al del buzo, lo hice salir de detrás del mostrador y poniéndomelo de escudo humano comencé a salir a la calle con las manos en alto; con una le rodeaba el cuello, con la otra apretaba la escopeta contra su cara.

Y ya no recuerdo más. Los médicos dicen que la bala me ha destrozado la columna vertebral, que ya nunca me podré mover. La policía me acusa de intentar atracar la gasolinera y de matar al empleado. Y yo solo quería dar de comer a mis dos hijos cuando aquella angustia se apoderó de mí y aquel desgarrador llanto me taladró los oídos.

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