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Análisis | Zweig, 70 años de su muerte

Stefan Zweig, cazador de almas

El novelista, biógrafo, poeta y dramaturgo austríaco Stefan Zweig fue pionero en protestar a través de su obra contra la participación alemana en la Segunda Guerra Mundial. El autor recuerda su vida y obra con motivo del reciente aniversario de su fallecimiento.

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Iñaki URDANIBIA Crítico literario

El 22 de febrero de 1942 calculadas dosis de Veronal pusieron fin a la vida del escritor vienés y a su mujer, Lotte. Ambos pasaron a engrosar el «Club de los suicidas» que, en aquellos años oscuros, se amplió como una plaga con, entre otros, Erwin Rieger, Ernst Toller, Walter Benjamin o Ernst Weiss. Allá se acabó la existencia de aquel «cazador de almas», como le llamase su amigo Romain Rolland, cuando no pudiendo resistir ya el avance de la barbarie que le agravó su ya profunda depresión, decidió poner fin a su vida. El año anterior se había instalado la pareja en Petrópolis (Brasil), donde él escribió «Novela de ajedrez», reunió sus recuerdos en «El mundo de ayer» y no abandonaba los «Ensayos» de Montaigne. Mientras asistía al carnaval en Río se enteró de la caída de Singapur. Desesperado, volvió a Petrópolis y el 22 de febrero se suicidó junto a Lotte. La ingesta de Veronal puso fin a dos vidas, puso fin una «vida de vagabundeo», «vida provisional» propia del prototípico «judio errante». Cumplió así, nolis velis, con el espíritu de la afirmación de su admirado alcalde de Burdeos: «La vida depende de la voluntad ajena; la muerte, de la nuestra. La muerte más voluntaria es la más hermosa».

Si éste afirmaba que «aprender a morir» era el objeto de la filosofía, sería demasiado frío y racional pensar que el suicidio del autor de «La impaciencia del corazón» fue un hecho preparado y calculado siguiendo el silogismo propio de un suicida reflexivo (espero un sentido de la vida/no lo hallo/me mato). Más parece responder al ensombrecimiento creciente de un depresivo que desde hacía tiempo buscaba la tabla de salvación suya, y por extensión de la humanidad entera, en los «momentos estelares» de ésta y en los hombres y mujeres que habían mostrado el lado bueno, el creativo, del ser humano. Una vez más, como decía Michel Foucault, «el suicidio había quedado en manos de depresivos», cosa que se debía evitar a toda costa. La sinrazón creciente le hacía sobrevivir en el temor y en la firme nostalgia del paraíso perdido que para él era Austria, la Cacania de la que hablase Robert Musil al comienzo de «El hombre sin atributos», país gobernado por los Habsburgo, con el emperador Francisco José I a la cabeza, quien parecía tener un pacto con la eternidad. Lo que suponía es que, por encima de las dificultades, la estabilidad de aquel imperio centroeuropeo parecía ajena al paso del tiempo. El Estado, kaiserlich und königlich (imperial y real), o kaiserlichköniglich (imperial-real) se fue al traste coincidiendo con la Primera Guerra Mundial, y aquel seguro orden en el que, en palabras de Zweig, «cada cosa tenía su norma, su medida y su peso determinados (....). Nadie caía en la guerra, en revoluciones o cambios. Toda transformación radical, toda violencia parecían casi imposibles en esta edad de la razón», se fue al garete con lo que los últimos días de la humanidad, de los que hablase Karl Kraus, asomaron con la fuerza brutal de la inminencia.

No tardó mucho la creciente ola de irracionalidad en hacerle huir de Alemania y viajar a Estados Unidos como embajador adelantado de la tromba de refugiados que luego invadiría el Nuevo Mundo. Muestra de su estado de ánimo son estas palabras de «El mundo de ayer»: «Ya no tengo sitio en ninguna parte, extranjero por todos los lugares, huésped poniendo las cosas a buen recaudo; incluso la verdadera patria que mi corazón ha escogido, Europa, se ha perdido para mí desde que por segunda vez, corriendo al suicidio, se desangra en una guerra fraticida. Contra mi voluntad, he sido testigo de la más espantosa derrota de la razón y del más salvaje triunfo de la brutalidad que conoce la crónica de los tiempos». Palabras que parecen sugeridas por su admirado bordelés.

Este era su mundo al que había dedicado numerosas páginas por las que se paseaban lo más granado del mundo cultural que intentaba hacer avanzar a la humanidad en su empresa de más humanización... El mundo de ese consumado humanista estaba sembrado de nombres propios que iban de Montaigne o Erasmo de Rotterdam a Mozart, Goethe, Beethoven, Rilke, Calvino, Dovstoievski, Balzac, Tolstoi, Hölderlin, Kleist, Nietzsche, Freud, y... muchos más. Ese era el mundo que él defendía con su pluma y que estaba siendo destruido por la peste parda. Y un mundo, complementario, del que se veía alejado, el de sus amigos: Joseph Roth, Julles Rollain o los suicidados antes nombrados en aquellos tiempos en los que la afirmación plasmada por Albert Camus al inicio de «El mito de Sísifo» (1942) parecía tomar cuerpo: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía».

Filosofías aparte, es claro que en la mente del vienés se fortalecía la idea de que no había vuelta atrás, de que la barbarie iba a arrasar cualquier signo de humanidad. Y allá en el lecho, abrazado a su esposa, se ausentó de este amenazante mundo, para siempre. «Hemos decidido, unidos en el amor, no abandonarnos»; se confirmaba así lo que ya había escrito a su hermana: «Después de sesenta años, sería necesario tener fuerzas especiales para recomenzar mi vida completamente. Y las mías se han agotado por los largos años de peregrinaciones lejos de mi lugar de ubicación...».

No sucede con su obra lo sucedido con muchos de sus contemporáneos, a los que el paso del tiempo arrinconó. Stefan Zweig fue profeta en su tierra. Éxito asombroso para él mismo, ya que pensaba que no se lo merecía. Con tino se refería Gorki a esta cuestión calificando a Zweig como el que «no se prefiere». Después de 70 años, su literatura, decidida reivindicación del individuo frente al rebaño, abierta defensa de la cultura frente a la barbarie, frente a la Europa que «perdió la razón», sigue viva. Zweig, la escritura «como medio para unir a los humanos y defenderse frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido».

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