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Joxean Agirre Agirre | Sociólogo

Una sopera de loza italiana

El Congreso sobre Memoria y Convivencia ha sido, en opinión de Joxean Agirre, una ocasión perdida para conocer «sin rictus de odio y venganza en el rostro, el verdadero sentido de la convivencia». Buena parte de los participantes en las sesiones han expresado en sus intervenciones sentimientos de «desilusión, hartazgo, cansancio y tristeza», que se unen a las dificultades para digerir el respaldo social que viene suscitando la izquierda abertzale. En contraposición, destaca el autor los mensajes de mano tendida expresados por quienes vieron negada su voz en el Congreso.

E un mondo difficile: vita intensa, felicità a momenti e futuro incerto. Así cantaba Tonino Carotone (nombre artístico de Antonio de la Cuesta, exintegrante de Tijuana in Blue y Kojón Prieto y los Huajolotes) en su hit musical «Me cago en el amor». Y en esas está Jesús Loza, Comisionado de Convivencia por designio de Patxi López, apurando las brasas de unos meses intensos, en los que, pese a la importancia del mandato para el que ha sido requerido, sus gestiones, movimientos y declaraciones han contribuido a la convivencia tanto como Jack el Destripador a la cirugía. Es decir, en nada.

El Congreso sobre Memoria y Convivencia, que discurre esta semana con más pena que gloria en Bilbo, es la puesta en escena del quiero y no puedo con el que podríamos resumir el balance de legislatura que ofrece la entente PSE-PP a la ciudadanía vasca tras tres años de gobierno constitucionalista. Han dilapidado sin remisión la oportunidad histórica que se les presentó, con el lehendakari dando tumbos por Estados Unidos, el 20 de octubre del pasado año, y ahora que Antonio Basagoiti escapa por la claraboya, lo único que se les ocurre es organizar un evento capaz de cabrear a casi todo el mundo. Digámoslo claro: con este Congreso de estómagos agradecidos, solo pretenden reivindicar el «liderazgo» de Patxi López, quien asegura haber «conseguido» el fin de la lucha armada. La mayor parte de la gente que, invitación en ristre y completamente ajena al diseño del mismo, ha asistido al Congreso de Ares y Loza, ha salido desengañada. Las declaraciones del jelkide Ortuzar al respecto son bastante ilustrativas de lo que digo.

Es de subrayar el ahínco con el que Jesús Loza se ha aferrado a la vía italiana para describir los mimbres de su estrategia conviviente. Para ello, ha traído a Adriana Faranda, uno de los rostros más conocidos de las extintas Brigadas Rojas. Miembro de su Dirección Estratégica, participó en cinco atentados desde 1976 y formó parte del comando que secuestró y mató a Aldo Moro en 1978. Al año siguiente fue detenida, aunque para entonces ya había abandonado su militancia. Su principal patrimonio testimonial, se supone que para Loza, es haber encabezado el llamado proceso de «disociación» dentro de Brigadas Rojas, y que en el interior de las cárceles adoptó la forma de «áreas homogéneas», es decir, secciones en las que pudieran convivir y reflexionar las personas que se distanciaban de la lucha armada.

La categoría judicial de los pentiti (los que se arrepienten) fue creada originalmente para combatir a las organizaciones armadas italianas de los años 1970, durante la época de los años de plomo, y muy especialmente a las Brigadas Rojas. Sin embargo, Faranda y otros pertenecían al grupo de los que renunciaban a la lucha armada y confesaban sus acciones, pero sin denunciar ni implicar a ninguno de sus excompañeros y sin renunciar a su ideología, lo que les distinguía de los arrepentidos y de quienes colaboraban con la policía para reducir la condena.

A fin de cuentas, el proceso de disociación aludido buscaba de manera primordial que las organizaciones armadas italianas pusiesen fin a la lucha armada, creando condiciones favorecedoras para el debate y para la recompensa (Ley de Disociación de 1986-1987) de los que se alejasen de la vieja idea: atacar al corazón del Estado. Debido, en parte, a sus contradicciones internas, y en buena medida, al acoso policial, Brigadas Rojas languideció en su referencialidad y operatividad, subdividiéndose en facciones a partir de los ochenta.

En Euskal Herria el tiempo político viene marcado por un reloj diferente. En primer lugar, crear espacios comunes en las cárceles para favorecer el fin de la lucha armada, como se hizo en Italia, es un anacronismo insuperable: esa decisión está adoptada, hecha pública y asumida como irreversible por la propia ETA. Por otra parte, si lo que pretende Loza es que el EPPK se aleje de ETA, el contrasentido es aún mayor. Teniendo en cuenta que buena parte de los integrantes de ese Colectivo pertenecen a ETA, y por ello están vinculados con su historia y su evolución estratégica, cualquier esfuerzo de paz, convivencia y normalización (los principios que invocan a todas horas) debería procurar que la decisión de abandonar la lucha armada fuese igualmente respaldada en las cárceles. Por tanto, ¿por qué pedirles que rompan con ETA? Lo interesante sería reforzar su adhesión a las decisiones adoptadas por su organización.

La respuesta a este interrogante es bastante sencilla, tanto como inconfesables los fines que la explican. La debilidad política del tándem PSE-PP en Euskal Herria tiene su reflejo en el discurso que vienen articulando en torno a las razones y consecuencias del conflicto. El punto de partida de esa desazón es el asombro y la incomprensión con la que asisten a este nuevo ciclo político. La desilusión, el hartazgo, el cansancio y la tristeza son sentimientos muy extendidos e invocados por buena parte de la intelligentsia convocada al mencionado Congreso de Bilbo, en tanto que no digieren el respaldo social y las expectativas de éxito político que suscita la izquierda abertzale de un tiempo a esta parte.

Los encargados de gobernar, siempre más torpes que las hoy varadas ballenas de la sociología del conflicto, tratan de hacernos beber una sopa de aquellas que se daba a los pobres en los conventos. Con la hogaza del relato nos llenan la tripa, y con el caldo de la «victoria policial» calientan el cuerpo de su desangelada tropa. Al fin y al cabo, la última esperanza que albergan es la de convencer a la sociedad de que el Estado no tiene ni responsabilidad ni tareas pendientes en relación con el conflicto y su resolución. Por eso no fueron invitadas al Congreso las personas afectadas por el terrorismo del Estado. Asumir que existen implica aludir al contexto político en que se produjeron, y ahí el Estado tiene mucho que perder. Bastante más que su ya escasa credibilidad.

Tras degustar durante cinco días ese caldo de verduras con un toque de tocino y picante, la sopera de Loza y Ares está fría y olvidada en un rincón de la mesa. En medio del trasiego de declaraciones, me quedo con la opinión vertida por varios integrantes de Egiari Zor, cuando se referían a que en este nuevo tiempo «merece el esfuerzo de hablar con todo aquel que esté dispuesto a escuchar, ya que el diálogo prospera en tanto que asumamos que todos tenemos derecho a ser oídos». Pese a su marginación, por encima de la injusticia y tragedia asociadas a su historia vital, es reconfortante escuchar en boca de quienes tanto han sufrido mensajes serenos y de mano tendida. Después de casi un cuarto de siglo de testimonios de una sola parte, gratifica ver a cientos de familiares de muertos por la represión, torturados y heridos que, sin renunciar a sus propias convicciones y derechos, apuestan por la verdad, el reconocimiento, la reparación y una solución justa al conflicto. Esta semana Jesús Loza ha perdido la ocasión de que alguien le enseñase, sin un rictus de odio y venganza en el rostro, el verdadero sentido de la convivencia.

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