Después de que la crisis desatada por la caída de Bankia haya roto todos los diques de contención que había intentado levantar el Gobierno de Mariano Rajoy, la entidad creada a partir de Caja Madrid y presidida hasta su intervención por el exministro Rodrigo Rato, no solo va a llevarse 23.465 millones de euros -aunque se pretenda vender como inversión- de unas arcas públicas famélicas, sino que ha servido también para reflejar la enorme desconfianza que despierta la economía española y, sobre todo, su sistema financiero.

La prima de riesgo volvió a dispararse ayer por encima de los 500 puntos, techo que supera cada vez con mayor holgura. Ese fue el listón que se utilizó en el primer «rescate» de Grecia. Las circunstancias, lógicamente, son distintas, entre otras cuestiones, en lo que se refiere al tamaño de ambas economías. Pero precisamente esa puede ser la principal razón para que sobre el Estado español se desate una crisis aún mayor que la griega o la de otros estados sometidos a las directrices de la UE y el FMI. Porque, aun en el caso de que el erario pueda asumir el coste de la quiebra de Bankia, y más allá del rechazo que produce, esta entidad apenas representa el 10% del sistema financiero, y el propio Fondo Monetario Internacional ha estimado recientemente que el 30% de la banca española es tóxica. Si ese es el caso, y a la entidad ahora intervenida le siguen otras, ¿volvería a salir el Estado a su rescate? ¿Tendría capacidad para hacerlo? En Madrid deberían recordar cuál fue el camino que siguió Irlanda hasta su quiebra.

Con una recesión que durará al menos dos años; una cifra de paro cercana al 25%, muy superior a la de los países del entorno; y con un sistema financiero con un grado de toxicidad importante, el Estado español está en condiciones de sufrir una tormenta perfecta en términos económicos. Que ocurra o no, depende de sus gobernantes, pero que su caída arrastre a este país no está en sus manos sino en las de la sociedad vasca.