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Antonio ALVAREZ-SOLÍS | Periodista

Detrás no hay nada

El gran problema es que detrás de la crisis financiera no queda ningún camino del sistema que pueda reconducir a la economía real, tal como esta economía está siendo destruida. Es decir, que a la espalda de la crisis financiera apenas queda nada. La economía real no puede ser rescatada desde el sistema aunque en él se instalen multitud de artificios, como se intenta con urgencia en la mayor parte de los países conocidos como occidentales. La economía financiera de estos países -la única relevante que poseen- constituye un agujero negro que devora el dinero sin otro destino que aumentar la apetencia de él. Es una especie de síndrome clínico, el síndrome de Crohn, que se caracteriza por la mala absorción de los nutrientes.

La economía financiera es una economía que se ha convertido en terminal. La moneda como mercancía fundamental y prácticamente única empieza y acaba en sí misma. Los gobiernos y las instituciones internacionales que manipulan la mecánica económica actual cierran los ojos a una exigencia esencial para recuperar la vitalidad social: una exigencia que consiste en recrear una economía de cosas que dé sentido al dinero y dentro de la cual el dinero vuelva a actuar como dato adjetivo, como signo y no como sujeto de la economía. En definitiva, estamos ante una crisis absoluta del sistema, que exige, si queremos supervivir, ser cambiado revolucionariamente por otro basado en una distinta concepción de la sociedad.

El reciente rescate de España por Bruselas deja al descubierto esta característica extenuante de la economía financiera. Hay un dato muy significativo de lo que afirmo: en ningún nivel de responsabilidad económica se da como acción próxima, sino como posibilidad lejana, la reapertura del crédito a la esfera empresarial y, mucho menos, al mundo de la empresa mediana y pequeña, que es la dominante en España. Se insiste por los gobernantes en la urgencia de sanear el mundo financiero, pero cuando se les recuerda la necesaria y abandonada función intermediadora de la banca entre producción y consumo, y se les invita a retomarla, el diálogo se torna evasivo por parte de políticos y banqueros. Se acaba construyendo un discurso en el que se afirma que el estímulo financiero para esas empresas que dan significado social al día a día sobrevendrá cuando la banca haya sellado sus grietas, saneado sus balances y posea, por tanto, un remanente que le permita abrir sus ventanillas hacia el exterior.

Se habla, por tanto, de un camino que conduzca al mítico El Dorado, camino que han empedrado con un trágico sacrificio popular que no tiene visos de remitir aceptablemente. Como sucedía en las pirámides aztecas las cabezas de los sacrificados al dios-poder siguen rodando por los escalones que usan, sordos al dolor social, los dirigentes políticos que sirven a la oligarquía financiera.

Lo que resulta absolutamente criminal es que esta inmensa sangría humana sea presentada como el resultado insoslayable de unas leyes cósmicas frente a las cuales no hay más postura que la oración en el altar del poder. Y lo que también resulta absolutamente irritante es que grandes sectores del mundo del trabajo no confíen en sí mismos para forzar otra vía a fin de resolver el drama social que les acucia.

Porque ese camino alternativo existe. Consiste, entre otras cosas, en devolver el dinero a su función socialmente creativa mediante la acción política. Ya sé que las políticas que promuevan una vida verdaderamente vivible, en libertad cierta y democracia auténtica, son negadas como imposibles por el fascismo profundo de la derecha y la naufragada ideología de la socialdemocracia, pero esto no nos ampara frente al pensamiento único, tan escandalosamente compartido por quienes lo predican y los que falsamente lo denuncian. Lo que verdaderamente dificulta el paso vivo a otro modelo social es el temor profundo de quienes doblan en masa la cabeza mientras claman paradójicamente por el drama que les destruye.

La situación quizá se clarifique y sitúe a todos los sujetos sociales en el lugar que les corresponde cuando llegue el momento de saldar la deuda adquirida por quienes hoy están jugando con los préstamos delirantes y los ininteligibles rescates que ahora mantienen a flote, aunque penosamente, a un mundo financiero, público y privado, que ha alcanzado su límite de elasticidad. Esa deuda es inasumible. El dinero dejará de producir dinero por agotamiento de su función reproductora y desembocará, con toda posibilidad, en una sociedad sensiblemente desertizada. Incluso economías que aún poseen notables dimensiones reales, como la alemana y la estadounidense, verán empobrecida su posibilidad exportadora y sufrirán la insuficiencia de su mercado interior, que ya no les compensará. Si este futuro acontece servirá de base al crecimiento de múltiples y nuevas violencias.

No resulta disparatado pensar que esta situación que ahora auguran una serie de expertos, florecidos curiosamente de improviso, fuerce una urgente, aunque muy difícil, concentración política en ámbitos como la Comunidad Europea para hacer frente a la presente avería gruesa. Pero tampoco resulta disparatado augurar un tránsito imposible pacíficamente a esa concentración supraestatal, ya que durante muchos años se ha evitado la política básica de crear una ciudadanía europea, con la triste consecuencia de haber hecho de Europa algo superior a un Mercado Común, pero inferior a una Comunidad.

Es más, ante tanto desconcierto y tantos males cabe incluso la posibilidad de una Europa que regrese a viejas raíces nacionalistas que hagan saltar por los aires las estatalidades ahora existentes para dar libertad a pueblos que busquen su propio destino y sentido. Creo que este último camino pudiera seguirse por muchos núcleos de población que no aceptan su irrisoria situación de coloniaje. Lo que hasta la guerra de 1939 se conoció por Europa, que no era otra cosa que una aspiración cultural y un determinado modo económico basado en el colonialismo, ha dejado de existir. A esa Europa, que creó la burguesía industrial, ha sucedido un conglomerado financiero que se está quemando en su propio horno.

Hay un dato, que apenas se desvela, para entender el futuro posible. Se trata del montante de dinero a devolver, entre principal e intereses, por los receptores financieros de estos préstamos, que se agotan sin crear la debida retaguardia de producción real. Hay países, como España, que ya no podrían construir una economía real ante el agobio de los prestamistas financieros.

En el mundo actual pensar, aunque sea honradamente, que la economía de producción y su correspondiente facilidad de comercio van a resucitar sin cambiar el sistema social es un ejercicio de irresponsabilidad. O algo peor: un engaño criminal. Lo evidente es que o se construyen unas nuevas relaciones socializantes o colectivizantes, la denominación resulta irrelevante, o se alargará el drama con sus mortales resultados. Pero ¿cómo va el poder existente ceder el paso pacíficamente a la nueva construcción? La historia no tiene ejemplos a favor de esta cesión.

Por tanto, cabe hablar honradamente de otros comportamientos para salir de este Titanic. Unos comportamientos que deberán hacer frente a leyes injustas y a consideraciones engañosas por parte de los poderes actuales. La ley habrá de ser soslayada del modo menos doloroso, pero habrá que hacerle frente con la conciencia de que se está luchando por algo superior a la moral, que es la supervivencia de la sociedad. Esa supervivencia ha de ser enfocada como la ley absoluta y necesaria, como la raíz de las nuevas leyes.

No se trata, pues, de suscitar la violencia -ténganlo en cuenta los poderosos- sino de acabar con la existente.

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