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El Estado español tiene mucho por desandar

El Tribunal Constitucional hizo pública ayer la sentencia revocatoria de la ilegalización de Sortu y, tal como se había anunciado, en ella se establecen unas conductas que, según se cita expresamente, podrían conducir a su ilegalización. La mayoría de lo que se enumera en ese listado no constituye una novedad, pero sí lo es que se plasme de la forma en que se ha hecho. Esta inédita apostilla, con la que la ponente de la sentencia pretendía sumar más adhesiones y, probablemente, también aplacar la ira de los sectores políticos y mediáticos que tan duramente les han criticado, podría entenderse como un intento de limitar la actividad de la formación abertzale y el ejercicio de su libertad de expresión. Una suerte de «legalidad vigilada» que no debería emborronar la restitución de los derechos del nuevo partido político.

Si Sortu es legal, tiene que serlo con todas las consecuencias y con las mismas garantías que el resto de formaciones políticas, sin que penda sobre su cabeza de forma constante una espada de Damocles como la que en los últimos días han blandido el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, o el fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, quien ha llegado a manifestar que estará «extraordinariamente vigilante» respecto a su actividad. Sortu tiene unos estatutos inmaculados y su actuación política se va a ceñir a lo que en ellos se dice. Así lo han explicado repetidamente sus promotores. Sobran, por tanto, las coacciones. Si, tal como han defendido la mayoría de las fuerzas políticas de este país, la legalización de Sortu tiene que suponer el fin del ciclo de ilegalizaciones abierto hace una década, las amenazas no tienen ninguna razón de ser.

Ayer, el juez de la Audiencia Nacional José Ricardo de Prada admitió el «deterioro» producido en el Estado de Derecho con la excusa de la lucha contra ETA, y emplazó a «desandar lo mal andado». En ese camino, los poderes del Estado no deberían perder más tiempo, porque tienen todavía mucho por desandar.

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